viernes, 25 de diciembre de 2009

Felicidades y hasta luego


Bueno, pues que me voy de vacaciones y no sé si voy a decir pío en un par de semanas. No obstante, la Revolución vive y, prueba de ello, es el besugo, tan apreciado en estas entrañables fiestas y denostado el resto del año. Besos a todos.

Notas biográficas sobre Henry Purcell (Extracto de un artículo de Pere Masover)



El gran músico catalán Enric Porcell hubo de irse a Inglaterra porque no tenía más remedio que hacerlo, no por una decisión suya deliberada; se fue porque las circunstancias no le permitían hacer otra cosa.
Esto sucedió durante el reinado de Jacobo II, que era un monarca de bastante buen carácter y tolerante con casi todas las religiones, lo que no impidió que se viera obligado a salir por piernas en 1688 por desavenencias con el Parlamento y porque no tenía ningún interés en acabar de mala manera, como le pasó a Carlos I de Inglaterra, su antepasado.
Enric Porcell, una vez instalado en Londres, tuvo que adaptarse a las costumbres de allí, tan diferentes a las de su Balaguer natal. Le costó un poco prescindir de las cocas y de la escudella, pero acabó habituándose a comer rosbif y pescado frito en grasa de no se sabe qué y a tomar agua hervida a las cinco de la tarde. Uno se acaba haciendo a todo, con un poco de voluntad e interés.
Ya sabía algo de inglés antes de mudarse, porque era aplicado desde muy pequeño, de modo que enseguida lo pudo hablar con soltura y sin que nadie se metiera con su acento catalán. Ellos le notaban que era extranjero, pero no identificaban su forma de pronunciar; igual podían tomarlo por holandés que por austriaco, pero ni se les ocurría que aquel acento fuera catalán, y no como en Castilla, que inmediatamente le calaban.
Naturalmente tuvo que cambiarse de nombre y en vez de Enric empezó a llamarse Henry con el objeto de evitar preguntas capciosas. Con el apellido lo tenía más fácil, porque con escribirlo como se pronuncia, pues listo: Purcell y ya está. Así que comenzó a llamarse Henry Purcell y a triunfar en la corte.
En la corte de Jacobo I le fue bastante bien y, como él no se metía en política, las cosas no empeoraron con la subida al trono de Guillermo III de Orange y su señora, que se llamaba doña María. Él siguió componiendo música y cobrando sus emolumentos con puntualidad británica. Además conoció a un clérigo de Chelsea que tenía un colegio de señoritas muy elegante y eso le vino de perilla.
Enric (ya Henry) tuvo que inventarse también una biografía, tarea en la que resultó inapreciable la ayuda del clérigo de Chelsea, que era un redomado embustero. De este modo parecía ya inglés por completo y, de hecho, entre Henry y su amigo consiguieron quedarse con todo el mundo, hasta tal extremo, que en todas las historias de la música figura la falsa biografía como buena, así que no lo harían tan mal.
Purcell (antes Porcell) iba muy frecuentemente al colegio de señoritas con el achaque de dar clases de solfeo, pero en realidad acudía allí con el objeto de alegrarse la vista y tocarles el culo a ciertas pupilas bastante permisivas. Precisamente escribió una pequeña ópera para que se lucieran dos de ellas especialmente tolerantes y receptivas respecto a las manías del rijoso compositor. Así fue cómo las señoritas Pinkerton y Brown (Lucilla y Rosebund respectivamente) fueron muy aplaudidas en el desempeño de los personajes de Dido y Belinda con ocasión de la función navideña anual.
La Ópera se llamó “Dido y Eneas” para despistar, en lugar de llamarse “Dido y Belinda”, como él había pensado inicialmente.
Como seguramente el lector se estará preguntando por qué acabaría marchándose a Londres un músico catalán tan extraordinario, será preciso aclarar que lo hizo a causa del centralismo y la barbarie que reinaban en la corte de Carlos II el Hechizado, donde los ignorantes palaciegos y hasta los pajes más insignificantes se cachondeaban de su cerrado acento catalán. Los cerriles y envidiosos castellanos apreciaban a regañadientes sus cualidades musicales, pero remedaban su habla y se desternillaban de risa contando chistes sobre catalanes ahorrativos en su misma cara. Por eso decidió que ya estaba bien y que se iba a Inglaterra.

jueves, 24 de diciembre de 2009

EDIPO Y LA ESFINGE MERENDANDO MIGAS SOBRE TEBAS, LA DE LAS SIETE PUERTAS


El monte Ficio no es un lugar particularmente acogedor, como tampoco lo es el monte Citerón. Esos dos montes están en las proximidades de Tebas y su agreste orografía puede explicar que la juventud tebana nunca haya destacado en los deportes de montaña. En primer lugar, porque son unos montes muy pequeñitos, casi cerros; en segundo lugar, porque la ausencia casi total de verde vegetación y de nevadas cumbres hacen muy poco atractiva la posible excursión dominical hasta sus áridas cimas. Las montañas del Tirol o el Pirineo de Huesca son mucho más bonitos y más altos. No resulta verosímil que un joven montañero tebano se ponga a cantar canciones tirolesas en lo alto del Ficio o del Citerón, que no inspiran arrebatos líricos de ninguna clase. Tampoco es probable que uno de estos muchachos vaya hasta esas limitadas alturas con un grupo de amigos y amigas a comerse una tortilla y unas lonchas de jamón de Teruel, alimentos desconocidos por los tebanos incluso en la actual era de la comunicación global.
Por otra parte, ambas elevaciones del terreno gozan de muy mala fama entre los naturales del país, que recuerdan con muy mal sabor de boca las leyendas en torno a Edipo y la esfinge relacionadas con ellos.
A Layo se lo cargó Edipo por casualidad, pero en términos reales tenía muy buenas razones para hacerlo, aunque él no lo sabía porque entonces era demasiado pequeño para acordarse. No hay derecho a meterle un clavo bien gordo en los pies a tu propio hijo y luego dejarlo tirado en medio de las pedregosas laderas del monte Citerón, que es lo que le hizo el malvado Layo al infeliz Edipo, quien quedó afectado por una minusvalía parcial para el resto de su vida.
Cuando Edipo, de vuelta a Tebas, llegó a la cima del Ficio por senderos de cabras tenía los pies completamente hinchados a consecuencia de aquella salvajada de su repugnante progenitor. Cada vez que el joven labdácida (Edipo) tenía que caminar demasiado rato, acababa con los pies como botas y se veía obligado a introducirlos un buen rato en una palangana llena de agua con sal. Por eso siempre llevaba consigo una especie de palangana de hierro para remediarse de aquella molestia congénita. También llevaba un zurrón con una hogaza de pan, un poco de tocino y una longaniza corintia, excelente embutido del que Apolodoro habla en términos muy elogiosos, pero cuya industria se halla olvidada en la actualidad, como tantas otras artesanales desaparecidas bajo el arrollador empuje del progreso. De la antigua artesanía conservera corintia sólo hemos podido disfrutar las pasas de Corinto, mucho menos gordas y sabrosas que las malagueñas.
Edipo llegó completamente sudoroso a las cimas del Ficio, porque es un monte bajito, pero incómodo de trepar en pleno verano. Además, como dicho queda, traía los pies incandescentes dentro de sus sandalias ortopédicas de cuero de cabra, y venía soltando juramentos en todos los dialectos helénicos y prehelénicos conocidos; por una parte, a causa del dolor de pies, por otra, disgustado con el mal trato que la pitonisa le había dispensado en Delfos. Llegas al oráculo, pagas la tarifa ordinaria y te echan a cajas destempladas tratándote de pervertido. Si Edipo lo llega a saber no pisa por allí en la vida. Ya de postre, le había tocado salir pitando de casa, porque la idea de yacer con Peribea le producía horror. Peribea, tal vez hermosa en su juventud, era a la sazón una matrona enormemente obesa que hubiera espantado a cualquiera menos exigente que el infeliz Edipo. Peribea olía siempre a pescado frito y siempre regañaba a su hijo adoptivo bajo el más mínimo pretexto. Así que es completamente lógico que Edipo hubiera liado los bártulos para evitar la profecía de la maleducada sibila, porque la idea de follarse a semejante monstruo le parecía francamente repudiable.
Le molestaba haberse cargado al vejestorio y a su cochero por el camino, pero no lo había podido evitar. Edipo, como sabemos, no soportó nunca la mala educación, y, dicho está, venía ya muy quemado con los modales de la pitonisa, y el señorón del carro y su auriga le estaban basureando sin necesidad, ya que un peatón y un carro caben perfectamente en el camino. Las discusiones de tráfico en aquella época eran mucho más violentas que hoy en día y en aquella ocasión ésta se había zanjado con el resultado de homicidio que todos conocemos. Pero en realidad le producía mucha más incomodidad el dolor de pies que todos los otros incidentes sobrevenidos a lo largo de su viaje.
Edipo llegó a lo alto del monte, resolló y se dispuso a sentarse en una piedra para quitarse las sandalias. Entonces fue cuando reparó en que la esfinge estaba allí, a la sombra de unos matorrales, bostezando y espantándose las moscas con su rabo de serpiente. Era bastante pasado el mediodía y el calor apretaba de firme, así que la esfinge se había puesto al resguardo de los ardientes rayos del sol para evitar ponerse enferma con aquella calorina.
La esfinge vio al recién llegado y se animó un poco: iba a poder combatir el aburrimiento gastándole una de sus famosas bromas a aquel sujeto con pinta de extranjero. La esfinge era un monstruo muy bromista y en toda la comarca la conocían por ese motivo, aunque todos procuraban ponerse a resguardo de sus chanzas, que a veces les parecían excesivamente pesadas. Ya su propia apariencia constituía todo un bromazo: cuerpo de león, alas de águila, cola de serpiente y, eso sí, un par de magníficas tetas de mujer, que habían provocado la lujuria en más de un pastor tebano, sujetos rudos y, por razones de carencia y soledad, habituados a trajinarse cabras y ovejas mucho menos atractivas que la esfinge. Del rostro del fabuloso fenómeno de feria sólo sabemos (también por Apolodoro) que tenía cara de cachondeo, gran habilidad para arrugar la nariz y mover las orejas y un constante guiño de ojos, que prodigaba cada vez que proponía alguna de sus celebradas adivinanzas.
La esfinge había tenido que mudarse al monte Ficio por un arbitrario capricho de Hera, la señora de Zeus, que se había puesto histérica con lo de Alcmena y su marido, y allí estaba aburridísima a expensas de que pasara alguien a quien poder vacilarle con sus acertijos. Pero eso sucedía rara vez a causa de la escasa afición al montañismo de los tebanos ya comentada al principio de este relato, así que la llegada de Edipo le vino de perlas para pasar el rato y combatir el hastío.
- Blanco por fuera, amarillo por dentro, la gallina lo pone y frito se come, ¿qué es?
La bestia mitológica había optado por un comienzo sencillo para tantear a su interlocutor. Ya levantaría el listón más adelante.
- El huevo y deja de decir tonterías ¿No habrá por aquí un poco de agua para remojarse los pies?
- Espera, espera, no vale, la sabías, seguro que la sabías...a ver: ¿qué animal hace noventa y nueve y pum?
- Un ciempiés con una pata de palo. La leí en un almanaque, está muy vista. ¿No hay un poco de agua para remojarse los jodidos pies?
Insistió Edipo.
- Dura y seca la metí y blanda y mojada la saqué. A ver, so listo, ¿a qué con esa te he pillado?
- ¿Sabes lo que te digo? Que como no me consigas un poco de agua para remojarme los pies no juego más y que conste que sé de sobra que no se trata de la polla, pero no pienso responder hasta que no me traigas un poco de agua para remojarme los pies, que me están matando.
- Vale, trae la palangana, pero luego seguimos jugando a los acertijos ¿estamos?
La esfinge agarró la palangana y en dos minutos llegó con ella llena, porque había un manantial allí cerca y ella solía ir a ese manantial a coger berros y pamplinas. Edipo abrió su macuto, sacó el paquete de la sal y virtió un puñado en el agua, luego sumergió los pies y suspiró muy aliviado.
- Oye: ¿qué llevas en el morral? Huele estupendamente. Yo tengo unas uvas muy buenas y podíamos juntar las meriendas mientras seguimos jugando a las adivinanzas.
- No sé –replicó Edipo– las uvas con la longaniza y el tocino me parece que no van a pegar.
- ¿Qué no? ¿Has acabado ya con la palangana? A ver ese pan... ¡Fenómeno! Vamos a hacernos unas migas que te vas a enterar. Pero a que no sabes qué animal camina por la mañana a cuatro patas, por la tarde en dos y por la noche en tres patas?
- Está tirado: el hombre, porque de niño gatea, de mayor anda en dos pies, que por cierto los míos me traen a mal traer, aunque con el pediluvio ya me he aliviado algo, y de noche fornica con su tercera pata, habilitada a ese efecto merced a una oportuna erección.
- ¡No, señor! El hombre sí que es, pero lo de la erección está equivocado. La pata que yo digo es el bastón de los abuelos, para que te enteres y ahora no tendré más remedio que estrangularte y devorarte. Son las reglas del juego.
- Nanay. He acertado la respuesta y en consecuencia debes despeñarte monte abajo y descalabrarte contra las piedras. Esas sí que son las reglas del juego.
- ¡Ah, no, de ninguna manera! No pienso hacer semejante estupidez. La adivinanza se adivina entera o se pierde.
- ¡No, señor!
- ¡Sí, señor!
- Bueno, vamos a dejarlo en empate ¿no? ¿Cómo es eso de las migas que mencionabas antes?
La esfinge dejó de guiñar los ojos y adoptó una expresión reflexiva:
- Necesitamos lavar tu palangana y remojar ligeramente el pan finamente troceado. Ve encendiendo algo de fuego y pica bastante menudos la longaniza y el tocino con la espada. ¡Ah, es de panceta, muchísimo mejor! Cuando el pan esté humedecido freiremos a fuego lento los productos de matanza. Ya verás si esto pega o no pega con las uvas.
Pocos minutos más tarde sacaban los trozos de longaniza y de panceta y rehogaban el pan lentamente en la grasa. La esfinge ya no tenía ganas de acertijos porque se le hacía la boca agua con el olor.
- Ahora añadimos de nuevo los tropezones y a comer. Las uvas hay que irlas picando del racimo entre bocado y bocado.
- ¿Sabes? La cocina corintia no es mala, pero esto está para morirse.
- Ya te lo decía yo. Mira: cuando bajes a la ciudad, les dices que me he despeñado, pero lo que voy a hacer es volverme a Etiopía a ver a mi familia. Hace mucho que no sé nada de la Quimera y además ya estoy aburrida de putear viajeros en este monte lleno de moscas.
- ¿Es verdad que Yocasta está tan buena como dicen?
- Yo no la he visto, pero por lo visto es una mujer muy agradable, aunque algo nerviosa. Oye...ten cuidado con un maricón viejo que se llama Tiresias. Tiene muy mala leche y puede buscarte las vueltas.
- Gracias.
- De nada.
Un rojizo atardecer comenzaba a colorear suavemente las murallas de Tebas, la de las siete puertas.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

EL APÓSTATA



La conversión y martirio del patricio romano Quinto Cayo es aún memorable y grandioso testimonio para toda la Iglesia (jerarquía, clero y pueblo: toda la Iglesia), que enriquece su mística corona con los brillantes florones y ricos joyeles en que cuaja la sangre de sus mártires.
En el caso del santo patricio Quinto Cayo, el honor y la gloria del martirio alcanzan proporciones sublimes, puesto que el anciano se convirtió y padeció el martirio con toda su familia, compuesta de más de cien almas, entre cónyuge, hijos, consanguíneos, clientes, libertos y esclavos manumitidos.
Quedaron los fieles edificados, y confundidos los gentiles ante la sublime serenidad con que Quinto Cayo recibió al cuestor que se había trasladado hasta su finca de Capua, para comprobar lo que había de cierto en las habladurías, extendidas en el Foro durante las últimas semanas, sobre el supuesto abandono del culto al César, el cruel y extravagante Emperador Calígula por desdicha, por parte de la familia Caya. El cuestor Marcelo había llegado preocupadísimo y, desde luego, muy poco inclinado a creerse la especie difundida sobre unas personas tan respetables, cuyo cabeza de familia había prestado servicios notabilísimos a la re pública, como cuando sufragó aquel suntuoso espectáculo de escitas y panteras en el Circo Máximo. Tenía que tratarse de una trola propalada por gente envidiosa de la mucha que poblaba la Ciudad. Pero el noble Quinto Cayo dejó de piedra a Marcelo cuando, lejos de desmentir airadamente especie tan ofensiva, tomó su báculo y comenzó a dibujar sobre la arena del jardín una serie de pececitos adornados con las letras helénicas A y . Inquieto el cuestor ante actitud tan sorprendente, preguntó al buen anciano por el significado de aquellos símbolos, a lo que éste repuso con un jubiloso cántico en el que proclamaba su nueva fe, acabado el cual instó, con vehemencia al propio cuestor a abrazar el Cristianismo con toda diligencia.
Muy apesadumbrado quedó Marcelo, hombre, aunque acérrimo pagano, de noble corazón y buenos sentimientos, de modo que aún intentó disuadir a Quinto Cayo de lo que, en su opinión, solamente era una obnubilación harto peligrosa. "Sacrifica ante el ara sagrada de César" —dijo— "y pelillos a la mar." Lo que no dejaba de ser un punto de vista sensato en los tiempos que corrían, pues, de no retractarse el patricio, se vería él mismo obligado a cumplir su molesta función cuestora por palmarias razones de seguridad personal, cosa que indudablemente comportaría una escabechina de Cayos con todas las de la ley. Todo fue en vano: mandó salir el obstinado a toda su gente, y con ellos improvisó un coro procesional entre los olivos de la finca, y con muy bien armonizadas voces insistieron todos a voz en cuello en sus cánticos heterodoxos. Sólo uno de los libertos parecía poco entusiasmado con tan suicida ceremonia, y salmodiaba entre dientes la melopea en tanto miraba de soslayo al cuestor, como aquel que proclama estar haciendo el paripé. Se trataba del pedagogo Ático, filósofo cínico natural de Atenas, que había sido adquirido y posteriormente manumitido por Cayo. Pero el cuestor Marcelo no reparó en el detalle, afligido como estaba sobremanera por la negativa y aun recalcitrante actitud de aquella panda de locos autodestructivos, que así los iba reputando para su coleto.
Sin otro recurso y muy contra su buena voluntad, hubo Marcelo de ordenar a sus soldados que encadenasen a Quinto Cayo y a toda su gente, con el objeto de conducirlos a Roma donde, con toda probabilidad, les aguardaba el suplicio más afrentoso y desagradable. Visto el sesgo que iban adquiriendo los acontecimientos, intentó Ático ser personalmente escuchado por el cuestor, ya que en realidad se había sumado a la conversión masiva más por educación y por no dar la nota, que por obra de la gracia santificante, de modo que se proponía abjurar sin titubeos de su nueva religión, si es que ésta podía costarle el pellejo. Dicho queda que él era un filósofo cínico. Pero los rudos mílites de la escolta no estaban para andarse con sutilezas, así que acallaron a mojicones la pretensión del pedagogo y lo metieron en la fila encadenado a un mozo de cuadra germano, cuyo profundo desconocimiento de la lengua latina le impedía comprender nada de lo que allí estaba sucediendo.
Recorrieron, pues el camino de Roma en medio de canciones de júbilo personalmente dirigidas por el virtuoso anciano, a quien milagrosamente no abandonaban las fuerzas, para aliento de los suyos y para desesperación de los legionarios de la escolta, cada vez más atribulados ante la perspectiva de recorrer una jornada tan extensa conduciendo aquella especie de infatigable orfeón de orates. Ni la espantosa suerte que sin duda le aguardaba, ni la pérdida de su excelente finquita capuana, con el resto de sus abundantes bienes, lograban introducir el desaliento en el espíritu de Quinto Cayo, iluminado como iba por la fe. Incluso danzaba alegremente sin reparar en el peso de las cadenas, con las que alguna que otra vez hubo de enredarse hasta caer sobre las duras piedras de la calzada.
Ático maldecía, por su parte, la mala suerte de haber caido en una familia de chiflados, en vez de haber sido acogido por algún gordo patricio vividor y amigo de los placeres. Intentó transmitirle su inquietud al germano, pero éste dicho queda que no hablaba otra lengua que su endiablada jerga tribal, y se limitó a encogerse de hombros y a preguntar en mal trabado sermo vulgaris si los iban a tener sin comer todo el camino, que era una de las pocas frases que había conseguido aprender en diez años de servidumbre. Ático se desesperaba al pensar que, cuando su viejo señor había adquirido la manía de convertirse, él, Ático, había pensado que se trataba de una chaladura inofensiva, motivo por el que se había sumado a la fiesta sin mayor problema. Encontraba sugerentes e ingénuos, aunque sin duda poco originales, los textos que manejaban aquellos cristianos, rechazaba la estética de la cruz en su fuero interno, y procuraba, en suma, no desentonar en la casa, mientras iba acrecentando los ahorrillos con que pensaba regresar e instalarse en la vieja y sabia Atenas. Volvió luego el rostro hacia el grupo de las esclavas ex—concubinas de su señor, calculando que entre ellas tal vez pudiera encontrar algún espíritu libre, un alma gemela a quien comunicar sus razonables inquietudes; pero su perplejidad subió de punto cuando comprobó que las muy cretinas eran las que más fuerte cantaban, e incluso habían sustituido los provocativos atuendos de antaño por sobrios ropones de parda estameña y sus rostros sin maquillar se habían vuelto más parecidos a los de las vírgenes vestales que a los de las eficaces hetairas que él había conocido en los buenos tiempos de la casa, cuando allí se celebraban estupendos banquetes y descomunales orgías. Ático, a partir de esta observación, andaba ya firme y definitivamente mosqueado.
Cuando llegaron a Roma, cuyas pobladas calles atravesaron entre insultos, rechiflas y alguna que otra pedrada, fueron introducidos en una sórdida y maloliente mazmorra, donde días más tarde se personó un pretor muy diplomático decidido a acabar con aquella engorrosa situación, obligando al paciente Quinto Cayo a dejarse de hacer el estúpido y a sacrificar ante el altar de César públicamente y a parar ya de complicarle la vida a todo el mundo con una conducta excéntrica e inconveniente a todas luces. Pero el cada vez más inspirado anciano se declaró abiertamente relapso y no paraba de meter la pata, según apreciación personal del liberto Ático, dale que te pego con sus cancioncitas piadosas y sus fervientes confesiones de fe. Aquello iba a acabar de muy mala manera, sin lugar a dudas.
Y así fue, porque cuando al pretor Tulio Lucio se le acabó la paciencia y se le levantó una tremenda jaqueca por culpa de los sermones de Quinto, seguidos de las habituales manifestaciones líricas corales a cargo de la familia Caya en pleno, optó por fórmulas más violentas de persuasión. Por cierto que T.Lucio, aunque era persona pragmática y bien educada, gastaba bastante peor leche que el buen cuestor Marcelo, y carecía de tontos prejuicios humanitarios a la hora de sacar adelante su trabajo, y su trabajo consistía a la sazón en hacer abjurar por cualquier sistema a un cabezón de vejestorio, y la obcecación del tal no iba a suponer un fracaso profesional para una persona acreditada por su excelente capacidad ejecutiva, como era T. Lucio. Por otra parte, le habían incomodado las reiteradas demandas, por parte de Quinto Cayo, para que él mismo abrazase una estúpida religión de esclavos sanguinarios, tontería que desde luego no pensaba cometer bajo concepto alguno. El pretor se había molestado en preparar un excelente discurso suasorio según todas las reglas, y en él había traído a colación toda la historia de los Cayos, desde Tarquino hasta el momento presente, para ver si un poco de perspectiva histórica hacía entrar en razón a aquel vejete cabezota; había pasado del estilo ático al lacónico con una exquisita corrección... En fin, que se había tomado muchísimas molestias, para que al final le salieran con la bernardina de la conversión, la venta de sus bienes y la entrega del importe a los pobres ¡Todo tiene sus límites!
Así fue como los familiares de Quinto Cayo en masa fueron conducidos al tormento, cosa que el patricio pareció agradecer de todo corazón, pues su semblante se veía tan sereno y satisfecho como nunca. En cambio, a Ático se le heló la sangre en las venas nada más ver las espantosas máquinas de tortura acumuladas en la lúgubre espelunca que regían los verdugos, de manera que se dirigió al decurión más próximo y manifestó con un hilillo de voz:

— Mire: le aseguro a usted que en mi caso hay un grave error...

Pero lo único que logró fue recibir una nueva tanda de soplamocos y patadas y una respuesta nada cortés.

— Tú, a callar y a la fila. Aquí se habla cuando a uno le preguntan, griego de mierda.

Ático pensaba haber dicho que él no tenía inconveniente alguno en abjurar de todas las religiones habidas y por haber, que él era un filósofo cínico y que, por añadidura, no era capaz de resistir el dolor corporal, ni la vista de la sangre, pero tuvo la mala suerte de topar con un decurión sumamente puntilloso en materia de disciplina y, por añadidura, muy jerárquico. Al decurión no le pareció bien que alguien rompiese el silencio en formación, y aún le pareció peor que un simple liberto abriese el pico sin licencia de su amo, aunque éste se hallara convicto y preso en aquel momento. Por eso le sacudió a Ático y lo mando callar, porque él era una persona de orden.
El buen patricio y los suyos continuaron con los himnos eclesiales durante todo el salvaje proceso de las torturas, si bien es cierto que el coro iba quedando paulatinamente mermado, al serle sustraidas algunas de las mejores voces por los implacables verdugos. En cuanto a Quinto Cayo, observó conmovido, pero firme, cómo sus dos hijos mayores eran fritos en una gran caldera de aceite, fue testigo de cómo todas las vírgenes de la casa eran objeto de la rutina de la violación y posterior descuartizamiento, hubo de soportar las palabrotas en paleogermano dialectal que emitió el mozo de cuadra monolingüe, cuando lo flagelaron con cadenas cubiertas de púas... Pero no abjuró de la fe, ni tampoco lo hicieron los supervivientes que le acompañaban. Ático no pudo hacer ni decir nada, porque se había desmayado nada más ver las burradas de que eran capaces aquellos romanos contra sus semejantes. A cada nueva atrocidad que los verdugos iban perpetrando contra los cristianos, el pretor, cada vez más fatigado y desalentado, preguntaba al anciano patricio si iba viendo ya las cosas con más claridad, y este acentuaba lo categórico de sus negativas, y añadía algunas frases de perdón hacia sus crueles victimarios, que a T. Lucio le descomponían hasta hacerle perder su proverbial flema e incluso los buenos modales:

— ¡Pero, coño, pero será posible...! Pero ¡La madre que te parió! ¿Quién tendrá aquí que perdonar a quién?...

Finalmente, el pretor T.Lucio estaba absolutamente desanimado, porque se había dado cuenta de que allí no había nada que hacer, de manera que adoptó la determinación de rematar la faena en plan chapucero, ordenando la ejecución de Quinto Cayo y su mermada familia, en vista de que era incapaz de finalizar con la brillantez esperada, logrando la apostasía pública del valeroso patricio. Lamentablemente no era temporada de circo, así que no resultaba factible organizar una cosa formal, con leones, osos y otros predadores de gran tamaño, ni obligar a los infelices cristianos a enfrentarse a una horda de nubios armados de arcos y flechas, espectáculo por el que el fracasado pretor sentía una especial debilidad. Por otra parte, mejor sería que Calígula no se enterase de su indiscutible fallo procesal, pues el Emperador, aunque aún era jovencito, ya iba mostrando unas tendencias de lo más desagradables a tomarla con sus más afectos y competentes colaboradores. En consecuencia, se decidió arrojar a los Cayo a una profunda cisterna seca y dejarlos morir allí, porque tampoco era cosa de que se largaran tan tranquilos a proclamar por todas partes la ineficacia del pretor Tulio Lucio.
Así se hizo, y cuentan que fue asombroso y edificante ver cómo un anciano de ochenta años, como Quinto Cayo, se tiraba sonriente al horrible y oscuro agujero, como aquel que se lanza al tepidarium de las termas en ágil salto. "Un desastre", pensó el desconcertado pretor, que por lo menos esperaba disfrutar del normal pánico de su víctima en el momento de consumarse el horrendo suplicio, y, en cambio, hubo de aguantar que el chalado aquel le bendijese y hasta le agradeciese de corazón el inestimable regalo de la palma de los mártires.
Ático, no, Ático fue arrojado al pozo a tirones y sin conformidad de ninguna clase. Lloraba, chillaba, moqueaba y se orinaba. Lo habían tenido que sacar de su desmayo a patadas en los riñones:

— ¡Un momento! ¡Un momento! ¡Puedo explicarlo todo!

Pero, precisamente, lo que T. Lucio pretendía era que nadie fuese por ahí explicando nada, con que agarraron al infeliz pedagogo por las barbas y lo tiraron con los demás a la cisterna, donde en breve pereció con ellos a consecuencia del politraumatismo y la inanición. Y, encima, hubo de soportar en sus últimas horas los dulces reproches de su antiguo amo, consternado con la deficiente conducta de uno de sus hermanos de martirio.

Afortunadamente la Iglesia Católica reparó siglos más tarde el desaguisado, pues canonizó a todos aquellos santos mártires, incluido Ático, de cuya vergonzosa capitulación nadie pudo informar a la congregación competente. Así que San Ático subió a los altares y ahora hasta es el santo patrono de varios pueblos de Grecia, donde cada año le dedican bonitas procesiones y fervorosas novenas.

lunes, 21 de diciembre de 2009

UN VERDADERO AGUAFIESTAS


La importancia de los idiomas en la educación cada día vamos teniéndola todos más clara. Por muy bien articulado que esté un sistema educativo y por muchos recursos que emplee en él el Estado, si no se cuida el estudio de todo tipo de lenguas, todo habrá sido en vano y habremos estado perdiendo el tiempo.
Así lo pensaron los papás del joven Daniel, quienes residían como emigrantes en un país extranjero, Babilonia en concreto, y por eso habían sufrido la amarga experiencia de tener que enfrentarse a una nueva vida sin el adecuado dominio de la lengua local. El día que su chico, ya adolescente, les planteó su propósito de seguir la carrera de profeta, ambos convinieron en una misma opinión:

- De acuerdo; puedes matricularte donde quieras; la profecía puede ser un camino de porvenir, pero siempre y cuando te comprometas a aprender idiomas simultáneamente.

El muchacho comprendió que sus padres tenían toda la razón del mundo y se puso concienzudamente con el caldeo, el arameo, el hitita, el egipcio (hierático y demótico) y todas las lenguas de más uso y porvenir de la época, entre las cuales, como luego se demostró, el persa no ocupaba precisamente el último lugar. De día se preparaba seriamente para profeta y dedicaba parte de la noche al estudio de las lenguas. La abundante presencia de turismo internacional en Babilonia le resultó de gran utilidad para la práctica de diversos idiomas, pues solía acercarse en sus ratos libres por los famosos jardines colgantes, foco principal de atención para los visitantes extranjeros, y allí trababa conversación con ellos y, en particular, con damas solitarias, que veían en el apuesto israelita una valiosa fuente de información histórica, a la par que un interesante modo de establecer contacto más estrecho con la población local.
Consiguió Daniel a base de sacrificio intelectual y físico de todo género, no sólo acabar brillantemente su carrera de profeta y convertirse en un excelente políglota, sino también financiar en parte sus estudios merced a los generosos donativos de las mencionadas damas solitarias.

Así que cuando fue llamado a palacio por el propio rey Baltasar para que actuase como traductor, se hallaba en perfectas condiciones para cumplir su cometido.
Máxime porque la pintada que apareció en el salón del banquete y que tan intrigados tenía a sabios, comensales, esposas y concubinas la había hecho él mismo la noche anterior con pintura simpática, combinando sus habilidades lingüísticas con algunos trucos adquiridos en la escuela superior de profecía. En efecto, el uso de tintas simpáticas parece atestiguado desde el Egipto del primer imperio y, desde luego, ya en el siglo VII a.C. los profetas de Israel dominaron a la perfección gran cantidad de técnicas de origen egipcio, como la del bastón convertido en serpiente y otras semejantes.
Gracias a estos conocimientos y al libre acceso a palacio concedido anteriormente al todavía inexperto profeta por un Nabucodonosor a quien la historia recuerda como hombre más bien pusilánime, Daniel pudo colarse de rondón en la sala, pintarrajear la pared y marcharse tan campante, seguro de que a la noche siguiente el calor de los propios platos y el procedente de las antorchas harían el resto del trabajo, reavivando la pintura simpática. Nabucodonosor, el padre de Baltasar, no sólo era apocado, sino que unía a ese defecto una superstición enfermiza, así que en cuanto el entonces primerizo profeta le metió el alma en el cuerpo con cuatro artimañas de las más elementales, tuvo las llaves de la casa y hubiera tenido todo lo que le hubiera venido en gana, pero no quiso abusar y se limitó a aceptar el nombramiento de director general de sabios y magos de palacio, más que nada para poder contar con unos ingresos fijos.
Ya habían terminado el soufflé cuando en la pared comenzaron a dibujarse unas sombras cada vez más claras y patentes. La primera en verlas fue una de las concubinas, que estaba a cuatro patas en aquel momento y muy aburrida de aguantar en aquella posición las atenciones de su compañero de mesa, pero incapaz de faltar a las reglas del protocolo que regían los banquetes de Baltasar, famosos por su licencia y desmesura. La concubina examinaba atentamente la decoración de la pared que tenía en frente cuando comenzaron a aparecer las inscripciones que le parecieron al principio manchas de humedad:
- Alguien ha debido de dejar abierto un grifo en el piso de arriba.
Nadie le hizo caso, porque acababan de servir unos gansos trufados y los comensales se aplicaban a meter los dedazos en el sustancioso plato.
-¡Anda, pues si ahora parecen letras!
Baltasar interrumpió entonces la tarea de mordisquear un muslo de ganso y miró de reojo a la pared que señalaba la concubina. Como era un rey muy curioso y había heredado de su padre la manía de la superstición, reaccionó con algo de nerviosismo y mandó llamar a alguien que supiera leer, porque lo que es sus invitados no había que contar con ellos. El que más y el que menos estaba borracho o fornicando o las dos cosas a la vez y, además, la mayoría eran analfabetos a mucha honra.
Pero, como muy bien cuenta la Biblia y en eso tiene razón, ninguno de los magos y sabios de la corte era capaz de descifrar la escritura, lo cual es perfectamente lógico, porque el avispado Daniel la había puesto en un alfabeto universal que se había inventado para su propio uso y que sólo el conocía, y era una especie de taquigrafía especial que nadie sabía leer, menos él. De hecho, con poquísimas letras se podían escribir cantidad de frases e ideas con aquella escritura tan inteligente, con la que, por añadidura, se ahorraba mucha tinta y mucho papel.
Total, que cuando los sabios y magos se habían rendido y estaban hartos de que Baltasar y los demás comensales les tirasen migotes de pan, cáscaras de fruta y huesos de cordero, por ineficientes, clamaron afligidísimos pidiendo que se recurriera a Daniel, al que tenían una espantosa envidia, pero sin dejar de reconocerle mérito. Eso a los comensales no les hizo demasiada gracia, porque Daniel tenía fama de aguafiestas y los más veteranos recordaban con disgusto los hábitos de sobriedad espartana que Nabucodonosor había introducido en la corte a instancias del prudente israelita.
En efecto, Daniel era una persona ahorrativa a quien su madre había enseñado desde pequeñito a aprovechar la ropa y a reciclar los restos de la cena, motivo por el cual estaba indignado en aquellos días por el despilfarro que se gastaba la corte de Baltasar, en la que incluso habían hecho sacar los vasos de oro del templo para usarlos en el diario banquete. Daniel pensaba que bien podían apañárselas con la vajilla de diario y no desgastar tontamente unos cacharros tan costosos, que se podían abollar o ser sustraídos por cualquier desaprensivo. Esa opinión era compartida por la mayor parte de los israelitas inmigrantes.
Pues, como Daniel ya se maliciaba lo que iba a pasar, andaba por allí cerca a la espera y no tardó en presentarse en el salón haciéndose el despistado. El Rey Baltasar habló:
- A ver, profeta, léenos esos letreros, pero sin pasarte, que te conozco.
- Pues muy fácil: ahí dice: “MANE, THECEL Y PHARES”, vaya tontería.
Daniel se carcajeaba para sus adentros.
- ¿Y qué diablos es eso de mane...?
- Mane quiere decir, sintetizando: “el Señor ha puesto término a tu reinado”, pero añade algunas consideraciones sobre la monarquía hereditaria y luego se extiende en un discurso político bastante complejo sobre el origen del poder en varias naciones antiguas y modernas; por lo que respecta a la proyección filosófica y teológica de esta expresión...
- ¡Basta! Vamos a “thecel”.
- Sí, thecel, parece bastante claro: “has sido puesto en la balanza y has sido hallado falto de peso”; luego siguen otras expresiones alegóricas con sus glosas correspondientes, que en conclusión...
Baltasar se palpó el abultado estómago producto laboriosamente adquirido en años de banquetes ricos en grasa y proteínas. Aquello de la falta de peso le parecía una broma de mal gusto.
- Te dije que no te pasaras. Traduce lo de “phares” y ándate con ojo, que te veo venir.
- Pues la verdad es que con lo de “phares” la has cagado bien cagada, porque quiere decir “tu reino ha sido dividido y repartido entre medos y persas”. Luego explica los términos exactos del reparto con una contabilidad bastante precisa de lo que le toca a cada uno detraídos gastos. De hecho...
El rey Baltasar estaba ya en ese momento seriamente alterado y le salían todos los tics imaginables.
- ¡Eso no tiene ninguna gracia!
- ¡Ah! Se siente...
Fue en aquel momento cuando el ejército de Darío irrumpió en la sala del banquete y no dejó títere con cabeza, dato que Daniel poseía desde hacía un par de semanas gracias a su conocimiento de las lenguas, porque los medos y persas que andaban por la ciudad no se recataban de anunciarlo a voces en sus respectivos idiomas, sin que los habitantes de Nínive se percatasen, a causa de su desidia en el aprendizaje de las lenguas extranjeras. Los tomaban simplemente por turistas borrachos y se iban a su asuntos.
Daniel se escondió debajo de una mesa mientras duró la escabechina y cuando los persas se largaron con las sobras de la comida, se quedó dormido allí mismo.
Soñó con un foso lleno de leones, lo cual era premonitorio de otra anécdota en la que, como sabemos, al profeta sólo le puso a salvo su labia y su conocimiento de los lenguajes animales.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Nueva etapa con cuentos


Como ya me aburre escribir de política y también me aburren las editoriales, voy a dedicarme a publicar cuentos atrasados en este blog: ahí va el primero:
El príncipe arrepentido

El príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol salió cierto día de su palacio con el único objeto de pasear un rato por ahí y hacerse aclamar por sus súbditos, que apreciaban mucho las apariciones públicas de su señor, ya que en el reino eran muy escasos los espectáculos, y la vida, en general, resultaba bastante monótona.
El príncipe, en efecto, efectuaba sus salidas con notable aparato y vistosidad. Se hubiera sentido raro sin sus elefantes enjaezados, su banda de música, sus palafrenes cargados de cortesanos gordísimos y su formidable palanquín, que transportaban con aparente soltura dieciseis nubios, dieciseis barbudos, dieciseis pigmeos o dieciseis doncellas, según le diera el antojo ese día.
El príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol salió de paseo, como decíamos, y se adentró con su comitiva por las calles y plazas de la ciudad, cuyos viandantes se apresuraban, en estos casos, a recoger sus míseros tenderetes de verdura, alfarería o ropa confeccionada, pues los soldados a caballo que precedían al cortejo tenían por obligación o por mala costumbre derribar cualquier obstáculo que pudiera interrumpir la marcha de su señor, quien por este sencillo procedimiento había logrado obviar los problemas de tráfico propios de una gran ciudad.
Todos se pusieron a aclamar al príncipe como de costumbre y las cosas parecían transcurrir con normalidad, hasta que un mendigo especialmente sucio y desharrapado tuvo la osadía de avanzar hasta el borde del palanquín y tender hacia él una desportillada escudilla de cobre en demanda de alguna monedilla o cualquier otro tipo de asistencia social. La gente se quedó muda del pasmo y los de la escolta esgrimieron sus garrotes con el objeto de aporrear al insolente, pero una voz vibrante y sonora detuvo a tiempo a los esbirros de cachiporra, ordenándoles que aguardasen unos instantes, si hacían el favor. Era la voz del príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol.
Y es que la perspicaz sagacidad del señor de señores había notado algo extraño en la presencia del repugnante ser que le asediaba con su demanda y quería averiguar por sí mismo qué es lo que tenía de particular el audaz pordiosero. Así que descendió majestuosamente del vistoso mueble en que viajaba, tomó de los hombros al pobre sujeto, que temblaba como una hoja y fijó su profunda mirada en el rostro apenas visible de aquella humana piltrafa. El público, que no contaba con semejante número extra en la representación, se debatía entre el estupor y el encanto, máxime cuando oyeron decir a su original déspota:

- Sé quién eres. Te he reconocido. Tú eres el rico pachá Bulbuloprang Evirath Rissín. Es inútil que intentes disimular. Dime por qué te ocultas bajo la apariencia de un despreciable pordiosero. Me urge saberlo.
A lo que el aludido respondió:
- No me oculto -¡oh señor de señores, luz resplandeciente del universo mundo, pan de los pobres, azote de los enemigos!- lo que sucede es que me he convertido en mendigo inmundo por culpa de una vida de disipación y de vicio. Estoy arruinado, ignoro si por castigo de los dioses o por causas más lógicas y naturales.
Admirado y suspenso quedó el noble príncipe, pues la respuesta del infeliz le había hecho reflexionar inmediatamente sobre lo caduco y perecedero de cuantos bienes y dichas disfrutamos en la vida y cómo la fortuna, girando en su caprichosa rueda, es capaz de anular y destruir las cosas mundanales tras que andamos y corremos.
En consecuencia volvió a trepar al palanquín y ordenó que la comitiva se volviera a palacio por donde había venido, lo que obligó a efectuar una complicada maniobra en la estrechez de la calle por donde transitaba. En tanto tenía lugar la operación, ordenó a su guardia que procediese a la decapitación del desventurado pedigüeño, porque le pareció que ya estaba bien de hacer cosas raras por aquel día y la gente no hubiera entendido otro rasgo de originalidad como el precedente. Una cosa es que nos entreguemos a la especulación metafísica de vez en cuando, y otra que dejemos de castigar adecuadamente a los que infringen tan descaradamente las convenciones sociales.

La segunda parte de esta historia cuenta cómo el príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol, de regreso a su fastuoso palacio lleno de marfil, pedrería, oro, perlas y todo lo demás, se encerró en sus dependencias privadas durante una o dos semanas, dejando el gobierno de sus estados en manos del Gran Visir, un antiguo y prudentísimo servidor, que, encantado con ocasión tan propicia, aprovechó la coyuntura para recalificar como urbanas todas las fincas rústicas de sus familiares y para vengarse de unos cuantos a los que había tomado ojeriza por un motivo o por otro.
Entre tanto, el ensimismado príncipe no dejaba de cavilar sobre el incidente del mendigo y todas sus implicaciones filosóficas y morales. La vanidad y fugacidad de cuanto somos y poseemos aparecía en su mente con progresiva nitidez, lo que le provocaba alternativamente estados de melancolía o de una inesperada placidez, cosa que no dejaba de sorprenderle.
“Así pues –se decía- no somos nada. Ayer Bulbuloprang Evirath Rissín era un opulento pachá, que disponía de palacios, de servidores, de naves mercantes y de una mesa abundante y bien servida; luego se convirtió en un zarrapastroso mendigo y ahora es sólo un cadáver que se pudre al sol. Hay que ver lo que son las cosas.”
Poco a poco estas consideraciones le llevaron a concluir que el orden del cosmos no era sino un orden aparente y que mejor sería cambiar de vida de una vez por todas, pues, qué más da lo que aparentamos ser o creemos poseer si cualquier vaivén de la suerte nos puede privar de ello y arrojarnos al abismo de la miseria e, incluso, a la muerte. Así que, transcurridos los días de encierro pertinentes, hizo reunir a su corte y ocupó el trono, tras haberse hecho asear un poco y vestir con sencillez pero con buen gusto.
Mucha preocupación y desasosiego mostraban los rostros de ministros, edecanes, eunucos de mesa y mantel, aposentadores, apostrofistas, gloríforos y consumientes de grano y vianda. Todos habían andado de puntillas sobre las mullidas alfombras que tapizaban la antesala del señor y habían escuchado los lamentos e imprecaciones que poblaran sus noches de insomnio y sus días de duermevela en las jornadas de reflexión precedentes, de modo que no dejaban de preguntarse con inquietud en qué iría a parar todo aquel despliegue de cavilación que no encontraban acorde con la condición y ejercicio de príncipes y poderosos de la tierra.
Fue en este clima de tensa calma en el que el príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol pronunció un discurso memorable que figura en los anales del reino como pieza maestra de las oraciones morales y conminatorias, pues en él, citas y circunloquios aparte (y eso que fueron muchos y de grandísima calidad y estima), vino a enunciar el príncipe cómo de ahora en adelante pensaba despreciar bienes terrenos y dignidades efímeras, considerada su bajeza y pequeñez, ya que la muerte todo lo traspasa con su flecha y todos ellos no son sino corredores y la muerte la celada en que caemos, y bienes que da fortuna no fueron sino verdura de las eras, como lo pone bien de manifiesto el caso desdichado de príncipes, reyes y prelados, que habiendo sido otrora resplandecientes luminarias tan abatidos y abajados quedaron, tras habérseles mostrado ingrata o adversa la fortuna, como los pobres labrantines que sudan como cabronazos agachados sobre el pardo terruño al que arrancan con mil trabajos parvos frutos etcétera.
Se trataba de una pieza oratoria conmovedora y eficaz, de modo que los semblantes afligidos y contritos de los cortesanos quedaron bañados presto en llanto copiosísimo y de todas las gargantas resecas por la intensísima emoción brotaban gemidos desgarradores y prácticamente sinceros cuando dispuso el noble soberano que acudiesen al punto seis o siete escribanos con el fin y objeto de dictar cuanto en términos más concreto dispondría en consonancia con su nuevo talante, sobradamente justificado en el plano teórico a lo largo del precedente y extenso discurso.
Y era ello que todos sus bienes y prerrogativas quedaban abolidas y sujetas a inmediata renuncia de parte, pues que nada son los humanos recreos y los mundanos afanes, de forma que en tal manera por nada han de ser tenidos y en nada valorados, si bien miramos cómo se van y se pierden, como se perdieron fortuna y cabeza del desventurado Bulbuloprang Evirath Rissín, sin ir más lejos, en un abrir y cerrar de ojos.

- Comencemos por mi harén –dijo el príncipe- pues que es la carne la que más aprisiona y sojuzga nuestros sentidos y la que más cercanos nos hace con su sensual y blando reclamo a la pasión de los brutos animales. Mucho me arrepiento de corazón por haber gozado en forma egoista y hasta desaforada de tantas mujeres sólo atentas a satisfacer mis más torpes deseos. Ordeno, pues, que mis ciento seis esposas y mis novecientas cincuenta y tres concubinas dejen de ser afectas a este servicio, porque quiero convertirlo desde hoy en burdel, al que todo hombre de cualquier condición y menester haya acceso mediante pago de módico estipendio, y que ello no se estipule mediante tarifa fija, sino que cada cual abone su cuenta de acuerdo con sus posibilidades y rango social.

- Vayamos luego al capítulo de fincas rústicas y cabaña ganadera, pues vista y considerada la demasía en extensión y rendimientos netos de tan cuantiosos bienes, impropios de ser gozados por un miserable sujeto, cuya insignificante existencia se halla puesta al azar de tantas mudanzas y reveses, mando que sean todos los predios talados, quemados y sembrados de sal, sacrificados los numerosos rebaños y dejadas las carnes pudrirse al sol, arrojados del terruño renteros y siervos que los cultivaban y curaban y derruidas o quemadas alquerías, granjas y bordas. Nada de ello estimo en un ardite y así me despojo de tanta y tan pingüe abundancia como se despoja el último menesteroso de la miseria que anida entre los pliegues de sus pobres andrajos.

- Pasemos a palacios y alcázares, monstruosa señal de la ostentación y lujo que los insensatos próceres de este mundo tanto gustan de exhibir y gozar, sin catar reparo en que todo ello -¡ay!- como la flor del heno pude partirse de los que tanto lo valoraron y mimaron, dejándoles abandonados en medio del infame arroyo o del inhóspito yermo. Todos mando derribar y asolar por el fuego y por la piedra, de modo que cuantos cortesanos y oficiales del reino en ellos habitan y por sus salones se pavonean partan y se alejen de su insensata opulencia y busquen la sencillez de modestas cabañas o se refugien en la serena parvedad de oscuras espeluncas donde entregarse a la meditación y a la oración. Y respecto a la nube de servidores y lacayos que atendieron día y noche a saciar mi otrora ilimitado afán de comodidades y lujos, partan luego a las minas de sal de occidente, donde pasen el resto de sus días ocupados en tarea tan útil y provechosa como es proveer de sazón al mundo arrancando sustancia con sudor de las entrañas de la ingrata madre tierra.

No dejó el arrepentido príncipe de referirse a los escuadrones lucidísimos de sus reales ejércitos, que mandaba convertir en otros tantos circos ambulantes, ni a los reales tesoros, cuyas preciosas gemas ordenaba pulverizar más finamente que la arena del desierto y arrojar oro y plata al fondo de los océanos, donde jamás fuesen hallados por hombre mortal, y así sucesivamente.

Muy grande edificación hallaron cuantos escuchaban las luminosas razones y mandatos del noble príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol, y así fueron escritos palabra por palabra hasta la última coma y hasta el más pequeño alef en la crónica áurea del reino, y en ella permanecen y están grabadas para general asombro y contento.
Precisamente antes del capítulo que relata la desdichada muerte por linchamiento del señor de señores, cuya fama y virtud, ya que no su esclarecida inteligencia, permanecerán para siempre en la memoria de todos los pueblos y razas que habitan el universo mundo.