martes, 12 de julio de 2011

PRIMAS DE RIESGO


Yo siempre había pensado que tenía primas de riesgo. En mi ignorancia, creía que una prima de riesgo era una prima, carnal o segunda, pero especialmente muy carnal, que estaba buenísima y por eso mismo era un verdadero peligro, del que convenía mantenerse alejado. Claro que uno no se alejaba, sino todo lo contrario. Y ahí estaba el riesgo. Por ejemplo, mi prima Carmencita resultó ser una prima de muchísimo riesgo. De hecho, cuando nuestro común tío Don Equilipondio (nombre ficticio) descubrió los escarceos en que ambos andábamos, me montó un cirio de mucho cuidado. Era un hombre de arraigados principios morales, y eso toda Pamplona sabe lo que quiere decir. Claro que yo no le hice caso al tío Equilipondio y seguí arrimándome al fuego sin reparar en el riesgo de achicharramiento total.
Por fortuna, no llegó la sangre al río, pero no fue porque mi prima y yo no lo intentásemos al borde de la temeridad.
Otras primas de más o menos riesgo he tenido, o he creído tener. Mi amigo Agustín fue aún más audaz y acabó casado con uno de estos mágicos seres.
Pues bien, gracias a lecturas recientes de prensa autorizada, he salido de mi error. Una prima de riesgo no es una consanguínea suculenta, sino una hija de puta borde, que te la presenta un tal Moody’s y te lleva a la ruina inexorablemente. Pues vaya plan.

lunes, 4 de julio de 2011

EL RESCATE



Cuando la Princesa Helena (o Elena, que en eso no hay acuerdo entre los cronistas) vio llegar al caballero Sigfrido con su armadura, su caballo y todos los arreos propios del caso, sintió bastante alivio. La princesa estaba ya muy harta de aguantar las amenazadoras llamaradas y las ventosidades sulfúreas del dragón Freiemarket, que la mantenía cautiva. Por añadidura, la tenían bastante jorobada las continuas amenazas del bicharraco, que siempre le decía que se la iba a merendar de un momento a otro.
- Hola, soy el caballero Sigfrido y vengo a rescatarla a usted.
- Pues no sabe lo que me alegro, porque este dragón es un grosero y un antipático. Emite llamaradas, suelta pedos sulfurosos y se pasa todo el día amenazando con que se me va a merendar; así que usted comprenderá que me viene bien lo del rescate.
- Pues entonces véngase conmigo y acabemos de una vez por todas con esta desagradable situación.
- Oiga: ¿pero no tendría que cargarse primero al dragón? Es lo que suele pasar en estos casos. Se desencadena un feroz combate entre el caballero rescatador y la infame bestia, con resultado de muerte de esta última por herida cortante o punzante.
- Completamente innecesario. Usted ha leído demasiadas leyendas, por lo que veo. Lo importante es el rescate sin que proceda un episodio cruento precedente. ¡Hale, ya está rescatada, vámonos!
- Bueno…
La princesa se puso en pie, se enderezó la diadema y se dispuso a subir a la grupa del caballo. El dragón, dentro de su caverna, bostezó y se volvió de espalda.
- No, no, nada de eso. Usted caminará a pie tras mi caballo. Puede resultar algo penoso, pero es lo que toca. Por cierto: esa diadema puede molestarla para caminar, así que démela… Y el collar, las sortijas. Todas las joyas. Venga, vaya entregándomelas.
- Me parece un abuso, pero…
La princesa obedeció a regañadientes. A pocos hectómetros de la cueva el caballero Sigfrido detuvo su caballo.
- ¡Vaya! Veo que le incomoda el manto, y ese vestido de terciopelo tan recargado tampoco es ideal para un viaje de este tipo. Ande, quíteselos, que los rescates se hacen a fondo o no se hacen.
- Pero es que mi pudor. Yo soy una princesa y las princesas…
- Mire, no se ponga pesada. Yo tengo experiencia en esto de los rescates y sé cómo hacer las cosas. ¡Caray! ¿Y esa ropa interior tan sofisticada, con tanta cinta y encaje? ¡Fuera, fuera también!
- Pero es que entonces me quedaré en pelota…
- ¿Y qué? ¿Usted quiere que la rescaten, o no quiere que la rescaten?
- Yo, sí, pero es que voy a coger frío y además los enanitos del bosque y demás criaturas mágicas se me van a tomar a cachondeo.
- ¡Tonterías! Todo el mundo sabe lo que es un rescate y que tiene ciertos precios.
La Princesa Helena (o Elena) aceptó resignadamente los costes de la operación y continuó el viaje desnuda tras el soberbio alazán del caballero Sigfrido.
Opuso algún tímido reparo cuando el caballero le pidió que se pusiera culo en pompa con intenciones bastante claras, pero ya era demasiado tarde.

domingo, 3 de julio de 2011

PIRATAS Y PIRATAS



Hay piratas y piratas, eso es sabido. Ejercer la piratería no es cosa sencilla y cualquier aficionadete no puede lanzarse a la mar, enarbolar la bandera negra y liarse a piratear por las buenas y sin disgustos. Piratear, sea a gran o pequeña escala requiere unos conocimientos, un estilo y, sobre todo, una patente.
Ahí es donde surge la primera diferencia: no es lo mismo un pirata indocumentado, que un pirata documentado y en regla, que pasa a llamarse corsario de forma inmediata.
Ejemplar fue el caso del corsario (o pirata con carné) Edd “El Apandador”. Celoso de su condición y ufano por tener sus papeles en regla, este ejemplar personaje dedicó todas y cada una de sus singladuras a capturar piratas indocumentados, fueran estos grandes o pequeños, ricos o pobres. Lo normal, cuando topaba con uno de estos desaprensivos, hubiera sido que lo hiciese colgar de una gavia, o que mandase a su tripulación que le pasara por la quilla del navío. Pero Edd no era un pirata malasangre o hijoputa, de forma tal que evitaba esos tratos inhumanos. Se limitaba a imponer una tasa a sus capturas, de forma que suavizaba la merecida pena, al tiempo que lucraba las arcas de a bordo y podía permitirse algunas pequeñas dádivas entre oficialidad y marinería.
Eso no quita para que desempeñase el corso con eficiencia y severidad; tanto así que entendía que cualquier objeto navegante era ya de por sí sospechoso de piratería, de modo que todos ellos, de ser capturados, tenían que pagar un pequeño, casi simbólico tributo, por si las moscas.
Su novia Sindy “la Comprensiva” elogiaba mucho una conducta tan justa y coherente, así que le esperaba en la Isla Tortuga con mucha ilusión y le colmaba de mimos y caricias cada vez que el buen corsario tocaba puerto para descansar un poco de sus fatigosas correrías.
No se sabe con certeza cómo finalizó la ejemplar historia de Edd El Apandador, aunque algunos cuentan que su navío fue apresado por la Marina Real y le pusieron en el cepo con toda su chusma. Pero esto nunca se ha podido probar de modo fehaciente y otras versiones de la historia cuentan que su novia Doña Sindy le rescató de aquella desairada situación, incluso a precio de su fortuna y virtud. La verdad es que casi todas las historias de piratas son más bien confusas, salvo si anda Errol Flynn por medio.

viernes, 1 de julio de 2011

GRIEGOS CABREADOS



Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquileo; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves…
Así es como empieza la Iliada, y a partir de ahí comienza a liarse la parda. Los cabreos consecutivos de los griegos desembocan en una auténtica hecatombe. En aquellos tiempos quienes desencadenaban las oleadas de mala leche eran los dioses; ahora también, pero en estos tiempos el que corta el bacalao es Hermes, el “de multiforme ingenio (polytropos), de astutos pensamientos, ladrón, cuatrero de bueyes, jefe de los sueños, espía nocturno, guardián de las puertas…”, en lugar de Zeus. Le llaman “mercado”.
Tampoco hay que echar en saco roto el monumental cabreo de Ulises, cuando volvió a casa y se encontró aquello hecho unos zorros. ¡Menuda escabechina de pretendientes de su señora! Echó mano al arco y no dejó títere con cabeza, y es que, si a Ulises se le subía la sangre a la cabeza, ya no sabía cómo parar.
Pero lo peor del cabreo helénico llega cuando el griego enfadado pierde del todo la cabeza. Eso le pasó al gigantón Ayax, que se pilló el gran globo por un quítame allá esa armadura y, obcecado, se cargó un montón de ovejas, porque las confundió con los jefes aqueos, culpables de una injusticia. Y, digo yo, qué culpa tendrían los pobres ovinos para pagar el pato de esa manera. Es que Ayax ya no distinguía y tampoco se le puede culpar del todo.
Yo me lo pensaría dos veces antes de provocar un cabreo a los griegos, que ya se ve cómo las gastan cuando les tocan demasiado los cataplines. Pero estos políticos y estos banqueros parece que no leen a los clásicos. Me temo que, en general, no leen. Pues que se anden con cuidado.