domingo, 20 de diciembre de 2009

Nueva etapa con cuentos


Como ya me aburre escribir de política y también me aburren las editoriales, voy a dedicarme a publicar cuentos atrasados en este blog: ahí va el primero:
El príncipe arrepentido

El príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol salió cierto día de su palacio con el único objeto de pasear un rato por ahí y hacerse aclamar por sus súbditos, que apreciaban mucho las apariciones públicas de su señor, ya que en el reino eran muy escasos los espectáculos, y la vida, en general, resultaba bastante monótona.
El príncipe, en efecto, efectuaba sus salidas con notable aparato y vistosidad. Se hubiera sentido raro sin sus elefantes enjaezados, su banda de música, sus palafrenes cargados de cortesanos gordísimos y su formidable palanquín, que transportaban con aparente soltura dieciseis nubios, dieciseis barbudos, dieciseis pigmeos o dieciseis doncellas, según le diera el antojo ese día.
El príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol salió de paseo, como decíamos, y se adentró con su comitiva por las calles y plazas de la ciudad, cuyos viandantes se apresuraban, en estos casos, a recoger sus míseros tenderetes de verdura, alfarería o ropa confeccionada, pues los soldados a caballo que precedían al cortejo tenían por obligación o por mala costumbre derribar cualquier obstáculo que pudiera interrumpir la marcha de su señor, quien por este sencillo procedimiento había logrado obviar los problemas de tráfico propios de una gran ciudad.
Todos se pusieron a aclamar al príncipe como de costumbre y las cosas parecían transcurrir con normalidad, hasta que un mendigo especialmente sucio y desharrapado tuvo la osadía de avanzar hasta el borde del palanquín y tender hacia él una desportillada escudilla de cobre en demanda de alguna monedilla o cualquier otro tipo de asistencia social. La gente se quedó muda del pasmo y los de la escolta esgrimieron sus garrotes con el objeto de aporrear al insolente, pero una voz vibrante y sonora detuvo a tiempo a los esbirros de cachiporra, ordenándoles que aguardasen unos instantes, si hacían el favor. Era la voz del príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol.
Y es que la perspicaz sagacidad del señor de señores había notado algo extraño en la presencia del repugnante ser que le asediaba con su demanda y quería averiguar por sí mismo qué es lo que tenía de particular el audaz pordiosero. Así que descendió majestuosamente del vistoso mueble en que viajaba, tomó de los hombros al pobre sujeto, que temblaba como una hoja y fijó su profunda mirada en el rostro apenas visible de aquella humana piltrafa. El público, que no contaba con semejante número extra en la representación, se debatía entre el estupor y el encanto, máxime cuando oyeron decir a su original déspota:

- Sé quién eres. Te he reconocido. Tú eres el rico pachá Bulbuloprang Evirath Rissín. Es inútil que intentes disimular. Dime por qué te ocultas bajo la apariencia de un despreciable pordiosero. Me urge saberlo.
A lo que el aludido respondió:
- No me oculto -¡oh señor de señores, luz resplandeciente del universo mundo, pan de los pobres, azote de los enemigos!- lo que sucede es que me he convertido en mendigo inmundo por culpa de una vida de disipación y de vicio. Estoy arruinado, ignoro si por castigo de los dioses o por causas más lógicas y naturales.
Admirado y suspenso quedó el noble príncipe, pues la respuesta del infeliz le había hecho reflexionar inmediatamente sobre lo caduco y perecedero de cuantos bienes y dichas disfrutamos en la vida y cómo la fortuna, girando en su caprichosa rueda, es capaz de anular y destruir las cosas mundanales tras que andamos y corremos.
En consecuencia volvió a trepar al palanquín y ordenó que la comitiva se volviera a palacio por donde había venido, lo que obligó a efectuar una complicada maniobra en la estrechez de la calle por donde transitaba. En tanto tenía lugar la operación, ordenó a su guardia que procediese a la decapitación del desventurado pedigüeño, porque le pareció que ya estaba bien de hacer cosas raras por aquel día y la gente no hubiera entendido otro rasgo de originalidad como el precedente. Una cosa es que nos entreguemos a la especulación metafísica de vez en cuando, y otra que dejemos de castigar adecuadamente a los que infringen tan descaradamente las convenciones sociales.

La segunda parte de esta historia cuenta cómo el príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol, de regreso a su fastuoso palacio lleno de marfil, pedrería, oro, perlas y todo lo demás, se encerró en sus dependencias privadas durante una o dos semanas, dejando el gobierno de sus estados en manos del Gran Visir, un antiguo y prudentísimo servidor, que, encantado con ocasión tan propicia, aprovechó la coyuntura para recalificar como urbanas todas las fincas rústicas de sus familiares y para vengarse de unos cuantos a los que había tomado ojeriza por un motivo o por otro.
Entre tanto, el ensimismado príncipe no dejaba de cavilar sobre el incidente del mendigo y todas sus implicaciones filosóficas y morales. La vanidad y fugacidad de cuanto somos y poseemos aparecía en su mente con progresiva nitidez, lo que le provocaba alternativamente estados de melancolía o de una inesperada placidez, cosa que no dejaba de sorprenderle.
“Así pues –se decía- no somos nada. Ayer Bulbuloprang Evirath Rissín era un opulento pachá, que disponía de palacios, de servidores, de naves mercantes y de una mesa abundante y bien servida; luego se convirtió en un zarrapastroso mendigo y ahora es sólo un cadáver que se pudre al sol. Hay que ver lo que son las cosas.”
Poco a poco estas consideraciones le llevaron a concluir que el orden del cosmos no era sino un orden aparente y que mejor sería cambiar de vida de una vez por todas, pues, qué más da lo que aparentamos ser o creemos poseer si cualquier vaivén de la suerte nos puede privar de ello y arrojarnos al abismo de la miseria e, incluso, a la muerte. Así que, transcurridos los días de encierro pertinentes, hizo reunir a su corte y ocupó el trono, tras haberse hecho asear un poco y vestir con sencillez pero con buen gusto.
Mucha preocupación y desasosiego mostraban los rostros de ministros, edecanes, eunucos de mesa y mantel, aposentadores, apostrofistas, gloríforos y consumientes de grano y vianda. Todos habían andado de puntillas sobre las mullidas alfombras que tapizaban la antesala del señor y habían escuchado los lamentos e imprecaciones que poblaran sus noches de insomnio y sus días de duermevela en las jornadas de reflexión precedentes, de modo que no dejaban de preguntarse con inquietud en qué iría a parar todo aquel despliegue de cavilación que no encontraban acorde con la condición y ejercicio de príncipes y poderosos de la tierra.
Fue en este clima de tensa calma en el que el príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol pronunció un discurso memorable que figura en los anales del reino como pieza maestra de las oraciones morales y conminatorias, pues en él, citas y circunloquios aparte (y eso que fueron muchos y de grandísima calidad y estima), vino a enunciar el príncipe cómo de ahora en adelante pensaba despreciar bienes terrenos y dignidades efímeras, considerada su bajeza y pequeñez, ya que la muerte todo lo traspasa con su flecha y todos ellos no son sino corredores y la muerte la celada en que caemos, y bienes que da fortuna no fueron sino verdura de las eras, como lo pone bien de manifiesto el caso desdichado de príncipes, reyes y prelados, que habiendo sido otrora resplandecientes luminarias tan abatidos y abajados quedaron, tras habérseles mostrado ingrata o adversa la fortuna, como los pobres labrantines que sudan como cabronazos agachados sobre el pardo terruño al que arrancan con mil trabajos parvos frutos etcétera.
Se trataba de una pieza oratoria conmovedora y eficaz, de modo que los semblantes afligidos y contritos de los cortesanos quedaron bañados presto en llanto copiosísimo y de todas las gargantas resecas por la intensísima emoción brotaban gemidos desgarradores y prácticamente sinceros cuando dispuso el noble soberano que acudiesen al punto seis o siete escribanos con el fin y objeto de dictar cuanto en términos más concreto dispondría en consonancia con su nuevo talante, sobradamente justificado en el plano teórico a lo largo del precedente y extenso discurso.
Y era ello que todos sus bienes y prerrogativas quedaban abolidas y sujetas a inmediata renuncia de parte, pues que nada son los humanos recreos y los mundanos afanes, de forma que en tal manera por nada han de ser tenidos y en nada valorados, si bien miramos cómo se van y se pierden, como se perdieron fortuna y cabeza del desventurado Bulbuloprang Evirath Rissín, sin ir más lejos, en un abrir y cerrar de ojos.

- Comencemos por mi harén –dijo el príncipe- pues que es la carne la que más aprisiona y sojuzga nuestros sentidos y la que más cercanos nos hace con su sensual y blando reclamo a la pasión de los brutos animales. Mucho me arrepiento de corazón por haber gozado en forma egoista y hasta desaforada de tantas mujeres sólo atentas a satisfacer mis más torpes deseos. Ordeno, pues, que mis ciento seis esposas y mis novecientas cincuenta y tres concubinas dejen de ser afectas a este servicio, porque quiero convertirlo desde hoy en burdel, al que todo hombre de cualquier condición y menester haya acceso mediante pago de módico estipendio, y que ello no se estipule mediante tarifa fija, sino que cada cual abone su cuenta de acuerdo con sus posibilidades y rango social.

- Vayamos luego al capítulo de fincas rústicas y cabaña ganadera, pues vista y considerada la demasía en extensión y rendimientos netos de tan cuantiosos bienes, impropios de ser gozados por un miserable sujeto, cuya insignificante existencia se halla puesta al azar de tantas mudanzas y reveses, mando que sean todos los predios talados, quemados y sembrados de sal, sacrificados los numerosos rebaños y dejadas las carnes pudrirse al sol, arrojados del terruño renteros y siervos que los cultivaban y curaban y derruidas o quemadas alquerías, granjas y bordas. Nada de ello estimo en un ardite y así me despojo de tanta y tan pingüe abundancia como se despoja el último menesteroso de la miseria que anida entre los pliegues de sus pobres andrajos.

- Pasemos a palacios y alcázares, monstruosa señal de la ostentación y lujo que los insensatos próceres de este mundo tanto gustan de exhibir y gozar, sin catar reparo en que todo ello -¡ay!- como la flor del heno pude partirse de los que tanto lo valoraron y mimaron, dejándoles abandonados en medio del infame arroyo o del inhóspito yermo. Todos mando derribar y asolar por el fuego y por la piedra, de modo que cuantos cortesanos y oficiales del reino en ellos habitan y por sus salones se pavonean partan y se alejen de su insensata opulencia y busquen la sencillez de modestas cabañas o se refugien en la serena parvedad de oscuras espeluncas donde entregarse a la meditación y a la oración. Y respecto a la nube de servidores y lacayos que atendieron día y noche a saciar mi otrora ilimitado afán de comodidades y lujos, partan luego a las minas de sal de occidente, donde pasen el resto de sus días ocupados en tarea tan útil y provechosa como es proveer de sazón al mundo arrancando sustancia con sudor de las entrañas de la ingrata madre tierra.

No dejó el arrepentido príncipe de referirse a los escuadrones lucidísimos de sus reales ejércitos, que mandaba convertir en otros tantos circos ambulantes, ni a los reales tesoros, cuyas preciosas gemas ordenaba pulverizar más finamente que la arena del desierto y arrojar oro y plata al fondo de los océanos, donde jamás fuesen hallados por hombre mortal, y así sucesivamente.

Muy grande edificación hallaron cuantos escuchaban las luminosas razones y mandatos del noble príncipe Polifasfarat Uradatong Pol-Pol, y así fueron escritos palabra por palabra hasta la última coma y hasta el más pequeño alef en la crónica áurea del reino, y en ella permanecen y están grabadas para general asombro y contento.
Precisamente antes del capítulo que relata la desdichada muerte por linchamiento del señor de señores, cuya fama y virtud, ya que no su esclarecida inteligencia, permanecerán para siempre en la memoria de todos los pueblos y razas que habitan el universo mundo.

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