domingo, 10 de enero de 2010
CORTE DE AMOR
El trovador Chantier Fleuri, llamado Chantematin, caballero de noble cuna, dotes personales excelentes y notable apetito en la mesa, se pasaba las horas muertas contemplando un repostero que su dama había hecho colgar a la entrada de sus aposentos privados. A lo largo de esta paciente tarea soltaba innumerables suspiros y, de vez en cuando, derramaba ardientes lágrimas. De esta conducta cabe deducir que estaba intensamente enamorado y que no le debía de ir demasiado bien en su amor, porque, en caso contrario, no hubiera tenido para qué mostrarse tan disgustado.
Su dama era la célebre Pivoine de Perignon, llamada Dame Pivoine Au-petit-doigt-du-gauche-pied por deseo propio y, evidentemente, sin ninguna intención de abreviar. Ella estaba casada con el señor del castillo-palacio de Perignon, un gentilhombre muy poco refinado a quien llamaban Morgant de Perignon, o Morgant La-grosse-branche, porque allí todo el mundo tenía su mote, como se ve. La ventaja de estar casada, aunque fuera con don Morgant, consistía en que una podía hacer bastante lo que le daba la gana, a diferencia de las solteras, que llevaban por allí una vida mucho menos libre y jugosa. Y lo que le daba la gana era dedicarse animosamente a las bellas artes y letras y al adulterio, disciplinas todas ellas en las que Dame Pivoine había logrado una merecida reputación. En cambio, las doncellas se aburrían soberanamente y no podían cultivar el espíritu de esa forma tan liberal y relajada, motivo que había inducido a nuestra avispada castellana a engancharse en el primer bodorrio que le pusieron por delante sus padres. Ahora regentaba su propia corte de amor a toda vela, rodeada de damas acompañantes y caballeros servidores, pues el buen pasar económico de la familia así lo permitía, y todos ellos se lo pasaban en grande, ya que siempre estaban dispuestos a hacer y decir toda suerte de necedades, con tal de darle gusto al cuerpo.
El caballero Chantematin había comenzado, como los demás, por inventarse un amor sin límites por su dama, venga a construir rondeles absurdos y dibujar blasones ridículos; pero, a base de practicar tanto silogismo y arabesco, había acabado por creérselo, y andaba a lo del repostero precisamente a causa de esta desdichada circunstancia. Esto sucede cuando uno deja de controlar las situaciones.
En el repostero había hecho bordar la imaginativa dama un "Paisaje verde de los rojos caminos al corazón azul de la blanca dama", polícroma fantasía animada donde se pretendía mostrar, en síntesis, cómo había que hacer para llegar a echarle unos polvos a la propia interesada, Dame Pivoine Au-petit-doigt-du-gauche-pied, tarea compleja a juzgar por lo intrincado de la extravagante alegoría. Doña Pivoine, cuya principal virtud no parecía ser la modestia, había hecho poner en el centro, y ocupando la mayor parte del terciopelo púrpura, una hermosa mujer completamente desnuda, que tenía pintada una estrella fulgurante en el dedito meñique del pie izquierdo (a poco Francés que uno sepa, ya se ve la intención), y un corazón llameante debajo del ombligo, pequeña licencia anatómica que se habían permitido para que el corazón estuviese justo en el centro del repostero. Además, como bajo el corazón llameante habían puesto un letrero que explicaba que aquello era un corazón llameante, y no otra cosa, ese letrero venía de perlas para tapar el coño, que había sido considerado la única parte propiamente pudenda en todo el artificio. El resto del cuerpo de la mujer en cueros y todos sus alrededores estaban sembrados de dibujos con su letrerito correspondiente, que se enlazaban -contrariando visiblemente las pautas ordinarias del crecimiento vegetal- mediante las ramas y hojas de una hermosa mata de peonias que nacía justo debajo del letrerito del corazón llameante. La verdad es que la mata de peonias más bien parecía una esparraguera enloquecida, pero eso no deslucía para nada la intencionalidad retórica, que es a lo que se iba. Los dibujos representaban montañas escarpadas (sobre el pezón izquierdo), suaves colinas (sobre la cresta ilíaca), ríos mansos e impetuosos (oreja derecha y tercer espacio intercostal izquierdo), rebaños de ovejas (fuera del cuerpo, junto a la mano izquierda), incendios devastadores en ambos sobacos, y así sucesivamente. Los letreros estaban muy bien caligrafiados en letra carolingia sobre unos pergaminitos medio rotos, y en ellos ponía alguna que otra aclaración acerca de todo aquel disparate: valle de la firme esperanza, rebaño de los tiernos amadores, pozo de los dulces secretos, barranco de la palabra indiscreta, cataratas del abandono, doble colina del segundo encuentro, dulce jardín de la entrada del paraíso, o, como queda dicho, corazón llameante a secas. Cuando los pacientes artesanos a quienes se había encargado la tarea de ejecutar el proyecto hubieron acabado de dar la última puntada, se tuvieron que tomar unos días de descanso, porque estaban completamente mareados. Pero Dame Pivoine estaba encantada de la vida, e hizo colgar el galimatías en su antesala; de forma tal que, por una parte, se hacía la estrecha, y, por otra, se anunciaba a sí misma descaradamente. Una flagrante contradicción, de las muchas que jalonaron la vida de esta sorprendente mujer.
Chantematín, decíamos, se tiraba las horas muertas delante del repostero, y ya casi se sabía de memoria toda la fantástica geografía en él plasmada, pero no le estaba sirviendo de gran cosa el complejo manual elaborado sobre su propio uso y disfrute por parte de la dama de sus pensamientos. De hecho, se le tenía por el último mono en aquella brillante corte de amor, donde hasta la fecha no había logrado pasar de puestos subalternos, como el de bufón, o, incluso, humillantes, como el de cautivo en las mazmorras. Veía pasar ante sus narices dignidades y honores para otros caballeros, a quienes la reina (Doña Pivoine) otorgaba puestos de duque o de paladín con grandísima liberalidad, lo cual implicaba que, o se había dado el festín con ellos la noche anterior, o pensaba metérselos en la cama aquella misma noche, en tanto que el infeliz Chantematin se quedaba a dos velas una y otra vez. Nada de extraño tiene, en consecuencia, que el pobre trovador gimiese y suspirase frente al complicado precedente del juego de la oca en que Dame Pivoine Au-petit-doigt-du-gauche-pied había convertido los vericuetos de su preferencia amorosa. El caballero Chantier Fleuri, llamado Chantematin estaba completamente fastidiado con la marcha de las cosas. Y, encima, los afortunados, poco delicados en reuniones de hombres solos, no paraban de comentar las virguerías que la digna castellana era capaz de hacer con el célebre dedito del pie izquierdo, lo cual ya acababa de ponerle fuera de sí; a él, que no lo había catado.
El caso es que Chantematin era hombre de prendas excelentes, que en su momento había cosechado innumerables éxitos literarios y amorosos. Aún en aquellos días, con todo lo macilento y aburrido que andaba, muchas damas de la corte de amor hubieran accedido gustosas a coronarlo como poeta y a encamarse con él a renglón seguido, y se preguntaban qué bicho le habría picado para no querer saber nada de escarceos amorosos, si no era con la pejiguera de Dame Pivoine, a la que ponían verde a sus espaldas, porque la comparaban, dolidas, con el proverbial perro del hortelano. Al final se resignaban y se iban a dormir con el primero que les viniese a mano, con tal de no perder la noche; porque lo más que alguna había conseguido es que el enamorado trovador le echase un polvo a la remanguillé y luego saliese pitando a plantarse de nuevo frente al repostero como un imbécil, dejando a su acompañante medio insatisfecha.
Era Chantematin de buena estatura, recio de miembros, delicado de rostro y armonioso en sus movimientos. Coronaba su cabeza una espesa mata de cabellos cortados a la moda, es decir: a tazón, con flequillo y con la nuca rapada al dos; tenía los ojos verdes, la nariz regular y un poquillo prominente, boca bermeja y sensual, buena dentadura y era la color de su tez blanca mezclada de rosa. Vestía elegantes jubones de colores variados y calzas a juego y gastaba zapatos de punta muy larga, con los que, a diferencia de señores menos habilidosos, jamás se enredaba o tropezaba. Por último, si se permite la licencia, lucía amplia bragueta de piel de perro, necesario complemento para quien pretende codearse con damas y ser estimado por ellas en lo que vale. Lamentablemente, todas estas perfecciones no habían sido debidamente apreciadas por Dame Pivoine, quien, para mayor inri, le había impuesto la consabida prueba de la castidad, motivo por el cual andaba escocido y molesto bajo su elegante bragueta de piel de perro, aunque lo soportaba con toda la paciencia del mundo.
Chantematín poseía muchas habilidades, pues sabía justar a las mil maravillas, cabalgaba como un tártaro y jugaba anillas con destreza. Tocaba el laúd muy donosamente, y se acompañaba con él para cantar lais y baladas, que, si no eran un portento de imaginación, sí que cumplían todas las reglas pertinentes y no sonaban mal al oído. Además era capaz de sostener una escoba sobre la nariz durante mucho rato, imitaba el canto del cuclillo y el de la rana y sabía mover las orejas para distraer a la concurrencia. Todas estas buenas condiciones hacían más inexplicable el mal trato a que era sometido por su tiránico amor, que prefería hacérselo con sujetos tan inferiores como Céleri de La-poivre-cochon, un ridículo meridional que sólo sabía beber vino blanco con limón, prepararse una buillabesa y dormir la siesta.
Encima de todo, Dame Pivoine abusaba descaradamente. Obligaba a su doliente enamorado a dejarse ganar por ella en las justas poéticas y, para mayor recochineo, le hacía arreglarle los desastrosos versos que ella perpetraba, porque la señora tenía una ortografía infernal y un oído enfrente del otro y cometía errores métricos de parvulario; pero el desgraciado de Chantematin disimulaba y tragaba con todo. Incluso se ahorraba los comentarios mordaces que se le iban ocurriendo a lo largo de las torturantes sesiones literarias privadas con semejante analfabeta, que no tenía, desde luego, una buena base cultural. Se conformaba con echarle una mirada de reojo a las tetas, entre corrección y corrección, lo que acentuaba más, si cabe, el intenso amor que por ella profesaba.
- A ver, Chantematin: ¿con qué rima pajarito?
- Pues, por ejemplo, con otro diminutivo, pero queda feo, je, je...Mejor con otras palabras, como proscrito, grito, dimito o contrito...
- ¿Contrito? ¿Y qué quiere decir contrito?
Aquí nuestro hombre se armaba de paciencia y oficiaba de diccionario privado para la torpe poetisa en ciernes, cuyo vocabulario no iba mucho más allá de las quinientas o seiscientas palabras, por lo visto. Pero ella insistía:
- Anda, Chantematin, ayúdame a hacer una pastorela, y te dejo tocarme un muslo.
El trovador improvisaba rápidamente: Dos lindas zagalas platicando van: / Si tú tienes novio / Yo tengo galán...
-¡No!: ¡galán no!, ¡No me gusta galán! ¡Está muy visto! Y quítame ya la mano del muslo, que ya está bien.
Después de una suave y tímida porfía, Chantematín acababa escribiendo gabán en vez de galán, lo que contrariaba su refinado gusto estético y su sentido de la lógica, porque ¿a santo de qué tiene que ponerse gabán una delicada pastorcilla? Véase el resultado: Dos lindas zagalas platicando van: / Si tú tienes cofia / Yo tengo gabán...
Pero se conformaba con tal de permanecer al lado de ella un ratito más. Luego, como es natural, la birriosa pastorela no ganaba la corona, y la arbitraria Pivoine le echaba las culpas al trovador:
- ¡Imbécil! ¡Por tu culpa! ¿A quién se le ocurre lo del gabán? ¡Ahora ya no te enseño una teta que pensaba haberte enseñado! ¡Para que te fastidies!
Las desventuras del paciente amador no le venían, como se puede apreciar, por falta de abnegación ni de celo. Él lo intentaba de mil maneras, pero las cosas no le salían bien. Hizo intentonas con el lenguaje de los colores, con el de las flores y con el de las gemas, que eran códigos muy coherentes y eficaces con los que él había conseguido éxitos de importancia y renombre; pero ninguno de ellos le funcionó aquella vez. En concreto, el de los colores fracasó porque Doña Pivoie era daltónica y él no había reparado en ese defecto de su dama y ella, claro, tampoco era consciente de su limitación cromática, dado el atraso de la ciencia por aquel entonces.
Se ponía, por ejemplo, un jubón amarillo-dorado, lo que venía a significar que estaba dispuesto a sufrir pruebas para obtener un galardón proporcional; y ella lo veía rosa, que es tanto como demostrar amor a la divina sabiduría, lo cual la dejaba perpleja a ella, y a él, frustrado. Insistía: calzas color jacinto, o sea, expresión inequívoca de amor verdadero; pero como ella lo descodificaba en púrpura, que representa el interés por la verdad espiritual o teológica, se preguntaba con cierto desgarro: ¿y qué tendrá que ver el culo con las témporas?, con lo cual se iba a follar con otro o a pasearse por el parque, dejando a Chantematín completamente desolado. Todo acabó de fastidiarse un día en que él se puso una gran banda verde hierba, con la intención de expresar que, pese a todo, no perdía la esperanza; pero como ella entendió que la banda era rojo-sangre, y que proclamaba con absoluto descaro un amor carnal a bote pronto y por las bravas, Doña Pivoine se puso hecha un basilisco y le arreó dos sopapos al asombrado trovador, por descarado y por zafio. Así que el afligido individuo optó, en lo sucesivo, por un discreto gris marengo, que le parecía menos arriesgado y comprometedor. Atrás quedaba el dispendio en ropa, que le estaba costando un pico, y con él la fracasada esperanza. Recordaba con amargura, cada vez que abría su armario, el negativo fruto obtenido de semejante prendería: por ejemplo, cuando se plantificó el coleto azul turquesa con calzas rojas y negras (roja la pierna derecha y negra la pierna izquierda), para comentarle con sutileza a la dama que deseaba llegar al cielo del perpetuo amor (esta parte por el azul turquesa), arrancando del infierno (mentado en la diabólica combinación rojinegra), ella realizó una extraña lectura cromática referida a los placeres de la mesa y a la alegría del campo. Aquella vez estuvo muy desagradable, porque se desternilló de risa y le llamó chiflado a boca llena. Y todo por el estilo.
A él no se le daba mal del todo justar a caballo, así que estuvo bastante ilusionado cuando el señor de la casa, Don Morgante, dijo que ya valía de tanto lirismo y tanta mariconada, y que quien quisiera seguir comiendo gratis, ya podía atarse los machos y participar en un torneo de los de verdad. En realidad Don Morgante estaba deseando ver cómo se descalabraban unos cuantos de los cursis aquellos, que ya le tenían muy harto, con que por eso había tomado la iniciativa del torneo. Pero Chantier Fleuri (llamado Chantematin) estaba muy satisfecho por poder lucirse desarzonando a más de uno y a más de dos, tras haberse pavoneado en armadura ante su dama, porque la armadura le sentaba muy bien y, como estaba siempre de mala leche por los desdenes, tenía ganas de reñir con quien fuera. Así que se fue al salón de las damas para solicitar de Doña Pivoine que le prestase una prenda con que adornar las armas en la ocasión señalada, pues esa era la costumbre, y ella, nadie sabe por qué, no se hizo rogar, sino que le prestó de buen grado un estupendo salto de cama lleno de cintajos y de flecos, que no se ponía nunca y pensaba haberles dado a los pobres, porque le resultaba muy incómodo.
- ¿No tendrías una cosa más sencillita?
Murmuró Chantematin. Pero ella dijo que no, y que se apañase con aquello, que entre todos la iban a dejar en cueros, con tanto caballero servidor pidiendo prendas para el torneo. Encima le llamó desagradecido y cutre. Así fue como Chantematin, completamente abochornado, hubo de salir a justar con semejante repollo encima de la fina armadura cincelada, siendo el hazmerreir de todo el fondo sur, máxime cuando su caballo se enredó las patas en los cintajos y los cordones y dio con el desventurado caballero en el suelo, donde sus contrarios lo molieron a hostias a sus anchas. Se ve que no estaba de Dios que el pobre poeta enamorado gozase de las delicias del lecho de Dame Pivoine, a quien todos contaban formidable leona en los momentos de exaltación amorosa, cosa que ponía los dientes largos al relegado Chantier Fleuri (Chantematin).
El caso es que, cansado de intentarlo veces y más veces, el infeliz optó por una solución bastante popular en la época, que consistía en retirarse a un páramo desolado para hacer penitencia retirado del mundo y sus vanidades. Se trataba de un modo elegante y bien visto de quitarse de enmedio, y todo el mundo comentó favorablemente la decisión de Chantematin, porque también estaban ya muy hartos de encontrárselo suspirando frente al repostero de la antecámara. Con que pagó la cuenta, montó a caballo y se marchó a los páramos decidido a pasarlo lo menos mal posible.
Una vez llegado a los páramos en plena estación se quitó sus ropas de caballero, le alquiló el caballo a un escudero pobre y se puso el sayal de ermitaño que había adquirido previamente. En la gruta que pudo proporcionarse, pese a los llenos propios de la temporada, sólo tenía una calavera, un ramillete de flores secas, un pequeño retrato de su dama y un cacillo para calentar el agua de afeitarse, aunque luego dejó de hacerlo y se dejó una barba tremenda de larga y una espesa y enmarañada cabellera, a la moda del páramo. Pasaba la jornada, como todo el mundo, dedicado a lamentarse y a meditar sobre su triste destino y los sábados bajaba a una especie de club social de los afligidos, donde todos se reunían para contar sus penalidades amorosas a los demás, ya que el páramo estaba concurridísimo aquel año y hasta se hacía difícil encontrar cuevas o espeluncas a un precio razonable. Allí intercambiaban dolorosos recuerdos y amargas decepciones los penitentes de amor. También aprovechaban para llevarse compañía a la cueva por unas horas, ya que se sentían relevados de sus antiguos votos de castidad, al haberles dado calabazas su dama o caballero con carácter irreversible y, como ellos decían, ya ¿para qué molestarse? Chantematin adquirió la rutina de follar los sábados con una regordeta bretona muy cachonda y risueña, a la que no le importaba hacerlo por detrás, que era algo que a nuestro trovador le gustaba mucho. Esta señora, llamada Mimolette Le-coeur-sanglant se había retirado al páramo por otro desaire, pero conservaba el buen humor y además era muy cosquillosa, de modo que lo pasaban bien juntos los fines de semana, cuando Chantematín la hacía mondarse de risa y ponerse cachonda, pasándole una pajita por el ombligo y por los pezoncillos. El lunes por la mañana cada cual se volvía a su penitencia y a sus lamentos hasta el sábado siguiente.
Pero transcurrieron los días y los meses y los años de aquel doloroso extrañamiento, y Dame Pivoine Au-petit-doigt-du-gauche-pied cayó en la cuenta de que su ardiente enamorado no andaba por allí y comenzó a echarle de menos. Luego, como corresponde, sitió honda nostalgia de él, y su corazón se inflamó con una pasión ardiente por aquel al que antaño desdeñara, circunstancias que puso en conocimiento de su corte de amor en unos versos deplorables. Acto seguido tomó hábitos de peregrina y partió con la única compañía de una doncella de confianza, a la cual hacía polvo marcharse con su señora a aquel lugar tan incómodo, pero se aguantó, porque quien paga manda.
Muchas penalidades hubieron de sufrir en la larga ruta hasta el páramo, donde Dame Pivoine ardía por hallar a su amado Chantematín, con quien tenía pensado protagonizar una conmovedora escena de reencuentro, mas todo lo padecía con agrado la penitente, pues llevaba consigo el tesoro de un amor purísimo prisionero de un alma delicada y tierna como ninguna. En la primera etapa, por una pedregosa sierra, fueron asaltadas por los bandidos, que las violaron sin piedad repetidas veces. Al cruzar los pantanos tenebrosos fueron apresadas por un gigante ferocísimo, el cual optó por violarlas, comprobado que estaban demasiado flacas para comérselas. Al remontar un caudaloso y enfurecido torrente, fueron encantadas por un mago poderoso y malévolo, que las había hechizado, según comprobaron luego, para poderlas violar a sus anchas. Ya a la quinta o sexta vez, cuando habían sido capturadas en el mar por los piratas berberiscos, que se proponían violarlas como todo el mundo, la prudente doncella de Dame Pivoine, completamente escamada por tanto abuso, les dijo a los piratas que el que quisiera follar, de acuerdo, pero en orden y pagando, sistema con el que puso coto a las demasías y consiguió ir ahorrando para su ajuar a lo largo del viaje. Dame Pivoine invirtió sus pequeños ingresos en mejorar la calidad de sus alojamientos y en comprarse algo de ropa. Fue un camino penosísimo y erizado de dificultadas, porque, además, ambas carecían de sentido de la orientación y se perdían continuamente, como prueba el hecho de que fueran capturadas en el mar y naufragaran en varias ocasiones, cuando, para ir al páramo, maldita la falta que hace cruzar mar alguno.
Pero, como todo esfuerzo alcanza su recompensa y esto reza en especial para los anhelantes amadores que soportan durísimas pruebas con tal de unirse en indisoluble lazo con el ser amado, por fin llegaron la anhelante peregrina de amor y su fiel y padecida servidora a la vista del áspero desierto, el famoso páramo de los corazones afligidos, y allí preguntaron por Chantier Fleuri, llamado Chantematin, de cuya espelunca pronto obtuvieron las señas, y a ella se dirigieron con el seno palpitante y los ojos arrasados en lágrimas. Él esperaba a Dame Pivoine, porque su corazón le había dicho que la esquiva acabaría arrepintiéndose de sus desdenes antes o después y se pasaría por allí; de modo que la recibió con muy buenas maneras y la invitó a pasar y a ponerse cómoda. Allí mismo bañaron sus rostros con llanto copiosísimo y se cubrieron de tiernos besos y apasionadas caricias, y la enamorada señora, que ya veía venir cómo acabaría aquello, mandó a su doncella a comprar algunas cosas que faltaban en la casa, hecho lo cual se quedó completamente desnuda y se echó en la cama, que era, después de todo, a lo que había venido. Chantematin captó al punto la gentil insinuación y allá se estuvieron dale que te pego hasta la hora del desayuno.
Ya nunca volvieron a separarse, sino que se volvieron juntos al castillo, donde gozaron largos años de dicha en común, organizando fiestas galantes y juegos florales, pero esta vez sin que ella hiciera trampas ni se pasara con su ardiente enamorado, con el que solía encamarse más que con ningún otro, por ser el preferido de su corazón. Don Morgante, el marido de ella, se alegró, porque la veía más centrada y eso le permitía dedicarse a cazar venados y a organizar cenas con su cuadrilla. Don Morgante apreciaba la tranquilidad más que ninguna otra cosa y le gustaba que su señora estuviera entretenida y no se metiera en sus asuntos ni se pusiera histérica por cualquier bobada.
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