miércoles, 3 de noviembre de 2010

¿NANOPOLÍTICA?



Hay quien anda diciendo por ahí que en los tiempos que corren no haría falta para nada un Parlamento tan grande como el que tenemos. Bastaría con una docena de individuos armados de las adecuadas herramientas tecnológicas para legislar, o para impedir que otros legislen. Incluso se habla de un ERE para los políticos. A primera vista, cualquiera diría que la propuesta es razonable, ya que las imágenes televisivas del Congreso (el Senado casi no existe) nos muestran, ora un hemiciclo despoblado, ora un cacho hemiciclo aclamando, ora un cacho hemiciclo abucheando. La verdad, para este viaje no necesitábamos alforjas.
Podemos añadir, si nos ponemos a ser malos, que casi nadie sabe quiénes son los representantes de su circunscripción en el Legislativo. Personalmente, confieso que no lo sé, ni tampoco me interesa demasiado. Me consta que su aportación se limita a votar lo que decida la cúpula del correspondiente partido, sin que exista la más remota posibilidad de que ninguno de ellos se ponga a hacer la guerra por su cuenta. Los debates son completamente estériles, en la medida de que nadie va a convencer a nadie de nada; todo el pescado está ya vendido. Creo que llamar “debate” a un intercambio de improperios es muy inadecuado.
Sin embargo, la idea de reducir drásticamente el Parlamento es bastante disparatada. En un mundo netamente audiovisual la pérdida del espectáculo perjudicaría a la política y a los políticos, que ya están bastante perjudicados, por ejemplo. Claro que alguien podría argüir que, gracias a la tecnología, el “nanoparlamentario” (llamémosle así) dispondría de toda una batería de sonorizaciones corales y animaciones visuales, que podría accionar en los momentos oportunos para dotar de brillantez y lustre a los “nanodebates”.
Pero lo esencial no es eso. Lo que de verdad anula las propuestas de jibarización parlamentaria es que todas ellas ignoran la sustancia de lo parlamentario en sí. Si los líderes de los partidos y sus correspondientes sanedrines no dispusieran de escaños para retribuir a sus leales, a ver con qué moneda obtendrían una peana sólida en la que sustentar su liderato o sanedrinato. El morbo que caracteriza y adorna a la elaboración de listas electorales decaería de modo instantáneo y el sistema, en suma, se iría a tomar por saco indefectiblemente. Y si los susodichos líderes y sanedrines no dispusieran de una guardia pretoriana colmada de gratitud, cualquier mindundi de filas podría tomarlos por el pito del sereno.
Por eso desestimamos la propuesta de quienes pretenden atacar en su línea de flotación a un sistema electoral y parlamentario que sostiene vigorosamente una fórmula de Estado tan eficiente y estética como la vigente.

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