sábado, 24 de octubre de 2009

CUENTO DE NAVIDAD



Explicarlo mediante la intervención directa del Espíritu Santo no iba a resultar convincente. En cualquier caso, el resultado siempre sería el mismo, con y sin origen sobrenatural, así que se encontraba en un buen apuro.
Veinticinco de diciembre… Habían pasado diez semanas desde el diecisiete de octubre, el día de la manifestación, y el “predictor” no dejaba lugar a duda alguna. La víspera, día de su decimosexto cumpleaños, había tenido que simular un júbilo infantil en la fiesta familiar, en la que se habían mezclado los regalos de aniversario con los villancicos frente al Belén y las bromas pícaras de la abuela sobre posibles novietes, etcétera. Los retratos del Caudillo y de San Josemaría Escrivá de Balaguer parecían dirigirle miradas de reproche desde sus marcos de plata entronizados sobre el aparador. ¡Qué mal rato!
No tenía que haber acudido a la fiesta del chalet para celebrar el éxito de la manifestación, y, si lo hizo fue porque todos eran de confianza, y también por no hacerles un feo a los primos de San Sebastián y a sus amigos, que se habían pegado la gran paliza de coche para llegar a tiempo. Además, las chicas eran todas compañeras del club y del colegio. Papá y mamá le habían dado permiso hasta las once, porque ellos se iban a cenar con amigos llegados de provincias…
Estaba segura de que el primo Álvaro había cargado mucho la limonada aquella, puesto que al día siguiente se había sentido mal y casi no recordaba cómo había sido… O prefería no acordarse. ¿Cómo había podido pasar? Desde luego, nada de Espíritu Santo; porque, que se sepa, este miembro de la Trinidad no te ofrece llevarte a casa en Porsche, ni huele a colonia cara. ¡Menudo lío!
Le venían a la mente los comentarios de papá sobre lo acaecido con la tía Merche:
- ¿Ésa? (Niños, tapaos los oídos) ¡Una puta, con todas las cuatro letras: P U T A!
Y el despido fulminante de la doncella sorprendida con su novio en la cocina por mamá.
Las meditaciones sobre la pureza en el club retumbaban en sus oídos, mezcladas con las moniciones de la tutora del colegio… Y de nuevo la voz estentórea de papá comentando un sonado adulterio en la urbanización:
- ¡Una buena vara de fresno es lo que le hacía falta al cornudo ése y se le había acabado el problema!

¿Sería verdad que ahora una chica de dieciséis años podía resolverlo por su cuenta, sin contar con la autorización de sus padres?

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