jueves, 24 de diciembre de 2009

EDIPO Y LA ESFINGE MERENDANDO MIGAS SOBRE TEBAS, LA DE LAS SIETE PUERTAS


El monte Ficio no es un lugar particularmente acogedor, como tampoco lo es el monte Citerón. Esos dos montes están en las proximidades de Tebas y su agreste orografía puede explicar que la juventud tebana nunca haya destacado en los deportes de montaña. En primer lugar, porque son unos montes muy pequeñitos, casi cerros; en segundo lugar, porque la ausencia casi total de verde vegetación y de nevadas cumbres hacen muy poco atractiva la posible excursión dominical hasta sus áridas cimas. Las montañas del Tirol o el Pirineo de Huesca son mucho más bonitos y más altos. No resulta verosímil que un joven montañero tebano se ponga a cantar canciones tirolesas en lo alto del Ficio o del Citerón, que no inspiran arrebatos líricos de ninguna clase. Tampoco es probable que uno de estos muchachos vaya hasta esas limitadas alturas con un grupo de amigos y amigas a comerse una tortilla y unas lonchas de jamón de Teruel, alimentos desconocidos por los tebanos incluso en la actual era de la comunicación global.
Por otra parte, ambas elevaciones del terreno gozan de muy mala fama entre los naturales del país, que recuerdan con muy mal sabor de boca las leyendas en torno a Edipo y la esfinge relacionadas con ellos.
A Layo se lo cargó Edipo por casualidad, pero en términos reales tenía muy buenas razones para hacerlo, aunque él no lo sabía porque entonces era demasiado pequeño para acordarse. No hay derecho a meterle un clavo bien gordo en los pies a tu propio hijo y luego dejarlo tirado en medio de las pedregosas laderas del monte Citerón, que es lo que le hizo el malvado Layo al infeliz Edipo, quien quedó afectado por una minusvalía parcial para el resto de su vida.
Cuando Edipo, de vuelta a Tebas, llegó a la cima del Ficio por senderos de cabras tenía los pies completamente hinchados a consecuencia de aquella salvajada de su repugnante progenitor. Cada vez que el joven labdácida (Edipo) tenía que caminar demasiado rato, acababa con los pies como botas y se veía obligado a introducirlos un buen rato en una palangana llena de agua con sal. Por eso siempre llevaba consigo una especie de palangana de hierro para remediarse de aquella molestia congénita. También llevaba un zurrón con una hogaza de pan, un poco de tocino y una longaniza corintia, excelente embutido del que Apolodoro habla en términos muy elogiosos, pero cuya industria se halla olvidada en la actualidad, como tantas otras artesanales desaparecidas bajo el arrollador empuje del progreso. De la antigua artesanía conservera corintia sólo hemos podido disfrutar las pasas de Corinto, mucho menos gordas y sabrosas que las malagueñas.
Edipo llegó completamente sudoroso a las cimas del Ficio, porque es un monte bajito, pero incómodo de trepar en pleno verano. Además, como dicho queda, traía los pies incandescentes dentro de sus sandalias ortopédicas de cuero de cabra, y venía soltando juramentos en todos los dialectos helénicos y prehelénicos conocidos; por una parte, a causa del dolor de pies, por otra, disgustado con el mal trato que la pitonisa le había dispensado en Delfos. Llegas al oráculo, pagas la tarifa ordinaria y te echan a cajas destempladas tratándote de pervertido. Si Edipo lo llega a saber no pisa por allí en la vida. Ya de postre, le había tocado salir pitando de casa, porque la idea de yacer con Peribea le producía horror. Peribea, tal vez hermosa en su juventud, era a la sazón una matrona enormemente obesa que hubiera espantado a cualquiera menos exigente que el infeliz Edipo. Peribea olía siempre a pescado frito y siempre regañaba a su hijo adoptivo bajo el más mínimo pretexto. Así que es completamente lógico que Edipo hubiera liado los bártulos para evitar la profecía de la maleducada sibila, porque la idea de follarse a semejante monstruo le parecía francamente repudiable.
Le molestaba haberse cargado al vejestorio y a su cochero por el camino, pero no lo había podido evitar. Edipo, como sabemos, no soportó nunca la mala educación, y, dicho está, venía ya muy quemado con los modales de la pitonisa, y el señorón del carro y su auriga le estaban basureando sin necesidad, ya que un peatón y un carro caben perfectamente en el camino. Las discusiones de tráfico en aquella época eran mucho más violentas que hoy en día y en aquella ocasión ésta se había zanjado con el resultado de homicidio que todos conocemos. Pero en realidad le producía mucha más incomodidad el dolor de pies que todos los otros incidentes sobrevenidos a lo largo de su viaje.
Edipo llegó a lo alto del monte, resolló y se dispuso a sentarse en una piedra para quitarse las sandalias. Entonces fue cuando reparó en que la esfinge estaba allí, a la sombra de unos matorrales, bostezando y espantándose las moscas con su rabo de serpiente. Era bastante pasado el mediodía y el calor apretaba de firme, así que la esfinge se había puesto al resguardo de los ardientes rayos del sol para evitar ponerse enferma con aquella calorina.
La esfinge vio al recién llegado y se animó un poco: iba a poder combatir el aburrimiento gastándole una de sus famosas bromas a aquel sujeto con pinta de extranjero. La esfinge era un monstruo muy bromista y en toda la comarca la conocían por ese motivo, aunque todos procuraban ponerse a resguardo de sus chanzas, que a veces les parecían excesivamente pesadas. Ya su propia apariencia constituía todo un bromazo: cuerpo de león, alas de águila, cola de serpiente y, eso sí, un par de magníficas tetas de mujer, que habían provocado la lujuria en más de un pastor tebano, sujetos rudos y, por razones de carencia y soledad, habituados a trajinarse cabras y ovejas mucho menos atractivas que la esfinge. Del rostro del fabuloso fenómeno de feria sólo sabemos (también por Apolodoro) que tenía cara de cachondeo, gran habilidad para arrugar la nariz y mover las orejas y un constante guiño de ojos, que prodigaba cada vez que proponía alguna de sus celebradas adivinanzas.
La esfinge había tenido que mudarse al monte Ficio por un arbitrario capricho de Hera, la señora de Zeus, que se había puesto histérica con lo de Alcmena y su marido, y allí estaba aburridísima a expensas de que pasara alguien a quien poder vacilarle con sus acertijos. Pero eso sucedía rara vez a causa de la escasa afición al montañismo de los tebanos ya comentada al principio de este relato, así que la llegada de Edipo le vino de perlas para pasar el rato y combatir el hastío.
- Blanco por fuera, amarillo por dentro, la gallina lo pone y frito se come, ¿qué es?
La bestia mitológica había optado por un comienzo sencillo para tantear a su interlocutor. Ya levantaría el listón más adelante.
- El huevo y deja de decir tonterías ¿No habrá por aquí un poco de agua para remojarse los pies?
- Espera, espera, no vale, la sabías, seguro que la sabías...a ver: ¿qué animal hace noventa y nueve y pum?
- Un ciempiés con una pata de palo. La leí en un almanaque, está muy vista. ¿No hay un poco de agua para remojarse los jodidos pies?
Insistió Edipo.
- Dura y seca la metí y blanda y mojada la saqué. A ver, so listo, ¿a qué con esa te he pillado?
- ¿Sabes lo que te digo? Que como no me consigas un poco de agua para remojarme los pies no juego más y que conste que sé de sobra que no se trata de la polla, pero no pienso responder hasta que no me traigas un poco de agua para remojarme los pies, que me están matando.
- Vale, trae la palangana, pero luego seguimos jugando a los acertijos ¿estamos?
La esfinge agarró la palangana y en dos minutos llegó con ella llena, porque había un manantial allí cerca y ella solía ir a ese manantial a coger berros y pamplinas. Edipo abrió su macuto, sacó el paquete de la sal y virtió un puñado en el agua, luego sumergió los pies y suspiró muy aliviado.
- Oye: ¿qué llevas en el morral? Huele estupendamente. Yo tengo unas uvas muy buenas y podíamos juntar las meriendas mientras seguimos jugando a las adivinanzas.
- No sé –replicó Edipo– las uvas con la longaniza y el tocino me parece que no van a pegar.
- ¿Qué no? ¿Has acabado ya con la palangana? A ver ese pan... ¡Fenómeno! Vamos a hacernos unas migas que te vas a enterar. Pero a que no sabes qué animal camina por la mañana a cuatro patas, por la tarde en dos y por la noche en tres patas?
- Está tirado: el hombre, porque de niño gatea, de mayor anda en dos pies, que por cierto los míos me traen a mal traer, aunque con el pediluvio ya me he aliviado algo, y de noche fornica con su tercera pata, habilitada a ese efecto merced a una oportuna erección.
- ¡No, señor! El hombre sí que es, pero lo de la erección está equivocado. La pata que yo digo es el bastón de los abuelos, para que te enteres y ahora no tendré más remedio que estrangularte y devorarte. Son las reglas del juego.
- Nanay. He acertado la respuesta y en consecuencia debes despeñarte monte abajo y descalabrarte contra las piedras. Esas sí que son las reglas del juego.
- ¡Ah, no, de ninguna manera! No pienso hacer semejante estupidez. La adivinanza se adivina entera o se pierde.
- ¡No, señor!
- ¡Sí, señor!
- Bueno, vamos a dejarlo en empate ¿no? ¿Cómo es eso de las migas que mencionabas antes?
La esfinge dejó de guiñar los ojos y adoptó una expresión reflexiva:
- Necesitamos lavar tu palangana y remojar ligeramente el pan finamente troceado. Ve encendiendo algo de fuego y pica bastante menudos la longaniza y el tocino con la espada. ¡Ah, es de panceta, muchísimo mejor! Cuando el pan esté humedecido freiremos a fuego lento los productos de matanza. Ya verás si esto pega o no pega con las uvas.
Pocos minutos más tarde sacaban los trozos de longaniza y de panceta y rehogaban el pan lentamente en la grasa. La esfinge ya no tenía ganas de acertijos porque se le hacía la boca agua con el olor.
- Ahora añadimos de nuevo los tropezones y a comer. Las uvas hay que irlas picando del racimo entre bocado y bocado.
- ¿Sabes? La cocina corintia no es mala, pero esto está para morirse.
- Ya te lo decía yo. Mira: cuando bajes a la ciudad, les dices que me he despeñado, pero lo que voy a hacer es volverme a Etiopía a ver a mi familia. Hace mucho que no sé nada de la Quimera y además ya estoy aburrida de putear viajeros en este monte lleno de moscas.
- ¿Es verdad que Yocasta está tan buena como dicen?
- Yo no la he visto, pero por lo visto es una mujer muy agradable, aunque algo nerviosa. Oye...ten cuidado con un maricón viejo que se llama Tiresias. Tiene muy mala leche y puede buscarte las vueltas.
- Gracias.
- De nada.
Un rojizo atardecer comenzaba a colorear suavemente las murallas de Tebas, la de las siete puertas.

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