La decapitación no me parece saludable; particularmente
insalubre resulta para el propio decapitado. Si uno mismo ha sufrido la
desagradable experiencia de haber sido objeto de un intento de decapitación, no
querrá saber nada de semejante práctica, por muy justificada que hubiera sido.
Cierto que hay quien dice que resulta práctica y hasta
catártica en su momento. Por ejemplo, cuentan que Ramiro II tenía problemas con
sus nobles, que se le estaban poniendo respondones. Entonces solicitó consejo a
un abad amigo suyo y éste le llevó a una hermosa plantación de coles que había
en el monasterio. El apañadísimo eclesiástico se lió a cortar los repollos que
más sobresalían y no dijo media palabra más. El rey Ramiro, que entendía muy
bien las metáforas, hizo llamar a los disidentes, so pretexto de mostrarles una
campana que sonaría en todo el reino. Los curiosos y despreocupados señores acudieron
en tropel para encontrarse un espectáculo dantesco: las cabezas ensangrentadas de
los más madrugadores y rebeldes lucían en círculo, rodeando la del obispo que
más se había significado en dar la nota. Parece que aquello funcionó, pero
menuda barbaridad.
Cuando veo y oigo a gente pidiendo la cabeza de otras
personas, me siento inclinado a disentir. No me gusta pedir la cabeza de nadie,
máxime si se trata de un colega, correligionario o aproximadamente afín.
Item más, cuando asisto a la decapitación sumarísima de un prójimo,
experimento verdadero disgusto y no me apetece lo más mínimo sumarme al
regocijo de la fiesta. Además, dudo mucho que una acción de este género pueda
reportar beneficio alguno a la comunidad; ni tan siquiera al propio ejecutor u
ordenante.
Así que no entiendo que se alcen tantas voces en demanda de
cabezas, incluso en las propias filas. Los voceros sabrán para qué diablos
sirve su clamor. A mi se me escapa por completo.
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