viernes, 20 de febrero de 2015

DECAPITACIÓN COMO DEPORTE


La decapitación no me parece saludable; particularmente insalubre resulta para el propio decapitado. Si uno mismo ha sufrido la desagradable experiencia de haber sido objeto de un intento de decapitación, no querrá saber nada de semejante práctica, por muy justificada que hubiera sido.
Cierto que hay quien dice que resulta práctica y hasta catártica en su momento. Por ejemplo, cuentan que Ramiro II tenía problemas con sus nobles, que se le estaban poniendo respondones. Entonces solicitó consejo a un abad amigo suyo y éste le llevó a una hermosa plantación de coles que había en el monasterio. El apañadísimo eclesiástico se lió a cortar los repollos que más sobresalían y no dijo media palabra más. El rey Ramiro, que entendía muy bien las metáforas, hizo llamar a los disidentes, so pretexto de mostrarles una campana que sonaría en todo el reino. Los curiosos y despreocupados señores acudieron en tropel para encontrarse un espectáculo dantesco: las cabezas ensangrentadas de los más madrugadores y rebeldes lucían en círculo, rodeando la del obispo que más se había significado en dar la nota. Parece que aquello funcionó, pero menuda barbaridad.
Cuando veo y oigo a gente pidiendo la cabeza de otras personas, me siento inclinado a disentir. No me gusta pedir la cabeza de nadie, máxime si se trata de un colega, correligionario o aproximadamente afín.
Item más, cuando asisto a la decapitación sumarísima de un prójimo, experimento verdadero disgusto y no me apetece lo más mínimo sumarme al regocijo de la fiesta. Además, dudo mucho que una acción de este género pueda reportar beneficio alguno a la comunidad; ni tan siquiera al propio ejecutor u ordenante.
Así que no entiendo que se alcen tantas voces en demanda de cabezas, incluso en las propias filas. Los voceros sabrán para qué diablos sirve su clamor. A mi se me escapa por completo.




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