miércoles, 17 de enero de 2007


BARBARIE PARLAMENTARIA


“Se empieza robando, se continúa violando, se sigue asesinando y, finalmente, hasta se pierden los buenos modales”. No recuerdo a qué ocurrente sujeto se atribuye la frase, pero me parece bastante adecuada y pertinente.
La expresión “cortesía parlamentaria” suena en estos momentos a sarcasmo, la verdad. En el reciente (e innecesario) debate sobre la política antiterrorista asistimos una vez más al penoso espectáculo que brinda un parlamento en el que el abucheo y el insulto proliferan como urticantes matas de ortigas. Y, como todo hay que decirlo, esa falta de decoro se manifiesta con especial intensidad y frecuencia en la bancada del Partido Popular.
No sólo eso: el abandono de los escaños resulta clamoroso, bochornoso y penoso en cuanto sus señorías entienden que el espectáculo ha perdido emoción; es decir: en cuanto los oradores contendientes son menos poderosos y llamativos. Supongo que en el circo romano el populacho también abandonaría las gradas cuando el siguiente número fuera de marionetas y ya hubiesen sido retirados los leones y los despojos de cristianos o gladiadores. Sin sangre, aquello ya no tendría gracia, así que todos a merendar por el vomitorio. Toda comparación es, ciertamente, odiosa; pero no por ello menos necesaria.
Este su seguro servidor fue senador en las Cortes Constituyentes y, por mucho que esfuerce sus desgastadas neuronas, no logra recordar una sola sesión de aquella cámara que mostrase rasgos tan manifiestamente innobles como las que presenciamos con demasiada frecuencia en las últimas legislaturas. Se ve que eran otros tiempos, qué sé yo.
Claro que sería bastante injusto culpar directa y personalmente a los señores diputados incursos en tales demasías, aunque también les cabe su dosis de responsabilidad; porque también existen razones institucionales para que el razonamiento y la argumentación cedan su sitio al berrido y al improperio. La llamada “disciplina de partido” y los propios reglamentos de las cámaras han convertido a los padres de la Patria en meros abucheadores o palmeros, dado que su posibilidad de hacer o decir otras cosas que las dictadas por sus jefes de fila es prácticamente nula. Intervenir en un pleno a título personal es una mera entelequia y, desde luego, intervenir en una línea distinta a la establecida por los eslogans o ritornelos grupales parece cosa de otro planeta. O más bien, de otro parlamento, puesto que en las cámaras de bastantes países no se estilan estas formas búlgaras de entender el parlamentarismo.
Por otra parte, el sistema de listas cerradas y bloqueadas que establece la vigente Ley Electoral constituye una importante traba para que el individuo electo tenga otra opción que ir tirado por el ronzal (y perdonen por el simil) o, como bochornosa alternativa, mudarse de barrio y adquirir el molesto calificativo de “transfuga”.
El resultado a pie de calle es que el distinguido público cada vez respeta menos a sus representantes, tanto individual como colegiadamente.
Yo soy bastante partidario de proceder a una reforma de la Constitución, en términos que procuraré desarrollar aquí en otra ocasión; pero de lo que me declaro acérrimo defensor, por el momento y con carácter de urgencia, es de darles un buen repaso a la Ley Electoral y a los Reglamentos de ambas Cámaras.
Pienso, tal vez con algo de optimismo, que un individuo al que se otorga capacidad y responsabilidad para manifestarse por medios civilizados, no acaba hecho un gamberro tiznador de paredes o aullador de gradas. Al menos me gustaría implorar un poco de oxígeno en el enrarecido ambiente de nuestro Parlamento. Y valga lo dicho para las cámaras autonómicas de diversa denominación.

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