domingo, 11 de febrero de 2007

BRECHT, EL TRAMPOSO


BRECHT, EL TRAMPOSO

Ayer asistí a una puesta en escena de “La Boda de los pequeño-burgueses” de Betolt Brecht. Se trataba simplemente de una práctica de clase realizada por alumnos de una Escuela de Arte Dramático, precisamente aquella en la que yo trabajo.
Lo más importante es que me lo pasé muy bien, cumpliendo de este modo el primer objetivo que el “Pequeño Organon” establece para el teatro. Y eso no es poco, porque en los últimos tiempos estoy estableciendo un record de aburrimiento en butaca.
El texto es sumamente divertido, la traducción, más que aceptable y los actores estudiantes se habían fajado con ello como unos auténticos jabatos, pero jabatos racionales y sensibles.
Pero debo decir que me volvió a suceder con esa función lo mismo que en otras del maestro alemán, aquellas que me habían parecido correctamente puestas en escena, no las bobadas estrafalarias y pretenciosas con que nos obsequian esporádicamente los teatros de “fama y prestigio”. Y conste que me estoy mordiendo la lengua para no señalar a nadie.
Me refiero al célebre y cacareado distanciamiento, o, puestos a pedantear “Vermsfredungeffekt”. No había. Los espectadores estábamos en la misma situación de implicación emotiva que nos provocó en su día Helen Weigel en su magistral interpretación de “Madre Coraje”. Pringados hasta las orejas.
También recuerdo un “Círculo de tiza” presentado por cierto grupo de jóvenes universitarios, que resultaba muy emotivo, y más experiencias que no relataré para no resultar prolijo.
El caso es que Bertolt Brecht, contra su propia decisión épica, maneja indiscutiblemente un montón de recursos “dramáticos”, sea en clave de humor o en clave casi trágica, de forma tal que el espectador y, probablemente, el actor, se implican más de lo que teóricamente se pretendía.
Es bastante normal que los autores y directores que teorizan sobre el teatro contradigan abiertamente sus teorías en cuanto se ponen sobre la palestra teatral. Ahí está el ejemplo de nuestro Alfonso Sastre con sus antiguos postulados “realistas”. A mi me parece que sólo es francamente bueno cuando lanza la imaginación a cabalgar.
Debo añadir que a mi no me molestan las contradicciones; todo lo contrario: sin contradicciones no habría arte, sin seres contradictorios, no habría artistas. Aquí el fantasma señero de don Ramón María del Valle Inclán (que tampoco se llamaba así).
Lo que sí creo que merece la pena tener muy en cuenta es la metodología pedagógica y de dirección escénica practicada por el creador del Berliner. Racionalidad, trabajo de mesa, observación. Compromiso con la realidad política, pero con la debida metáfora, con la elaboración artística... Todas esas cosas que molestaban a los zdanovistas.
Creo que ahora hay un proyecto en marcha sobre Arturo Ui. Vamos a ver qué pasa.

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