lunes, 19 de febrero de 2007

SÉNECA Y EL ESTATUTO


SÉNECA Y EL ESTATUTO

Parece ser que en el referendum sobre la reforma del Estatuto de Andalucía hubo un 63,72 % (sesenta y tres con setenta y dos por ciento) de ciudadanos que decidieron quedarse en su casa, irse al campo, o dedicarse a sus asuntos, en lugar de ir a votar. O sea, que sólo un 36,28 % (treinta y seis con veintiocho por ciento) de los llamados a las urnas determinó darse un paseíto hasta su colegio electoral y depositar la correspondiente papeleta en ellas. Esto no empece que 87,45 % de los votos resultase positivo, y ya me he cansado de poner en letras los guarismos, ya vale.
Ahora todo es tirarse los trastos a la cabeza para discernir quién ha tenido la culpa de semejante plantón electoral, y eso que todos menos los “adalucistas”, a quienes dedicaré un parrafito más adelante, decían apoyar el documento a consulta.
Creo que los políticos pierden el tiempo con su actual bronca, la verdad. Desde mi punto de vista, los andaluces han rehusado votar por razones ajenas a la voluntad de los partidos que les representan.
En primer lugar, se ha manifestado un fenómeno que es común en el conjunto de España: un creciente desinterés por la política de habas contadas, capaz de aburrir a las ovejas, que estamos disfrutando. La gente siente esa política cada vez más alejada del respetable, lo que no deja de ser un hecho muy de preocupar; especialmente en lo que toca a la gente joven, el sector social más desinteresado sobre lo que se cuece en las altas esferas.
Para seguir, la casi unanimidad en torno al Estatuto desposeía a la consulta de cualquier tipo de emoción deportiva, no excitaba la combatividad de los andaluces, ya de por sí casi tan reducida, como la de sus antepasados tartesios o turdetanos, pueblo que mereció fama de pacífico en la antigüedad. Los andaluces, sabios y estoicos, así generalizando indebidamente, tenían claro lo que iba a pasar y se decantaron por la opción de no participar en algo que ya sabían determinado por la fatalidad o cosa semejante. ¿Para qué perder el tiempo en un día de sol y Carnaval interviniendo en una contienda de solución cantada, más que nada porque no había contienda?
Por último, tengo la impresión de que el sentimiento nacional, o regional, o cosa por el estilo, goza en Andalucía de muy poca popularidad. De hecho, creo que sólo aquel pobre individuo que fue Blas Infantes y algunos epígonos suyos se han tomado en serio lo de una Patria Andaluza. Por ejemplo, los partidos andalucitas, tal que PA y PSA, son en realidad una especie de bastiones de desubicados, que se han agarrado a la bandera verde y blanca, como único recurso para aguantar las magras cuotas de poder que les suelen derramar las urnas. Otra cosa es que el propio PSOE de Andalucía e incluso los mismísimos populares de allende Despeñaperros, que tampoco se chupan el dedo, hayan dejado de apuntarse a una peculiar fórmula autonómica, y hasta a sus símbolos, que eso sale gratis.
Personalmente, parto de la convicción de que el modelo de “Estado de las Autonomías” surgido de la Constitución fue completamente erróneo, y así lo manifesté en mi Grupo Parlamentario, en las poquitas ocasiones en que se nos permitió decir pío a los senadores y diputados de a pie durante el debate constitucional. Aquel famoso “café para todos” era fundamentalmente defensivo frente a las pretensiones de los nacionalistas vascos y catalanes; no estaba basado en absoluto en una tradición de autogobierno de las regiones españolas, alguna de las cuales fue, incluso, inventada sobre la marcha, como sucedió en el caso de las dos Castillas.
Y que no me vengan con martingalas históricas, porque si a ellas nos atenemos, Cataluña tendría que quedar integrada en el Reino de Aragón, por ejemplo.
En lo que a mi respecta, y pese a lo dicho, hubiera preferido que se dotase de regímenes propios y específicos a las regiones con evidente vocación nacionalista y de deseo de autodeterminación, de la que soy partidario, y en el resto del territorio nacional se aplicase una amplia descentralización administrativa, sin más.
Creo que, cuando hicimos la Constitución, nos inventamos España, sinceramente, y que la consecuencia más evidente de esa imaginativa experiencia ha sido la hinchazón y descoordinación de las instancias administrativas, de la burocracia, para entendernos. Con sus nada deseables secuelas presupuestarias, que no son precisamente grano de anís.

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