En el mundo hay mil quinientos millones de musulmanes. Estoy
convencido que la inmensa mayoría de ellos no tiene la más mínima intención de participar
en una guerra santa; mucho menos les interesa sufrir martirio por el Islam, así
les prometan todos los más apetecibles paraísos imaginables. En general les
llama más la atención sobrevivir en las condiciones más confortables que se
pueda, que no es poco en los tiempos que corren.
Mis buenos amigos musulmanes, que son unos cuantos, creo que
comparten este punto de vista; tanto como mis excelentes amigos judíos.
Lo que sucede es que un hijoputa musulmán, es lo más
parecido a un hijoputa cristiano, que, a su vez, es clavadito a un hijoputa
judío, y éste es la viva imagen de un hijoputa hindú y así sucesivamente.
La llamada “islamofobia” va a pillar un buen caldo de
cultivo en la situación creada por los estúpidos exaltados que acaban de
atentar hace una semana en París. También los defensores de los famosos “valores
occidentales” aprovechan para regodearse en la excelencia de su doctrina.
Lástima que tales valores no tengan nada que ver con los de libertad, igualdad
y fraternidad; sino exclusivamente con el lucro a macha martillo, que se logra
avasallando a quien se interponga en el camino hacia él. Así que menos lobos.
Por otra parte, es muy difícil que una religión y sus jefes
o caudillos permitan a la gente vivir sin meterse con sus semejantes, es
complicado que las distintas fes o creencias no se empeñen en invadir la vida
pública y privada. La violencia para conseguir tales objetivos se ejerce en muy
diversos grados, pero suele producirse.
De mi prolongada estancia en un país islámico, de los que
pasan por moderados, guardo algunas anécdotas agridulces. Ramadán, visito a un
entrañable amigo, director de un centro docente: “¿tienes tabaco?”. Sudaba
frío. “Pues mira, vamos a escondernos a fumar, no sea que me pille el conserje
y me denuncie. Me juego la carrera”. Semejante situación en las mismas fechas: acudo
a casa de otros amigos, profesores universitarios, con dos botellas de rioja: “¿has
traído sacacorchos?”. “Pues no, pero podemos ir a pedir uno a la tiendecita
(bakalito) de ahí en frente”. “¿Tú estás loco? ¿Quieres que nos metamos en un
lío?”
Menos mal que uno tenía la experiencia del
nacionalcatolicismo franquista, cuando las parroquias emitían certificados de
buena conducta y hacía falta exhibir la partida de bautismo para un trámite
cualquiera. Y en esos tiempos existía el “Index librorum prohibitorum”, que,
sin duda alguna hubiera incluido a “Charlie Hebdo”. No es necesario remontarse
a las Cruzadas (la guerra de Franco también así fue denominada), ni a los
tiempos de la Inquisición.
Pues, volviendo a los “valores occidentales”, a otro perro
con ese hueso. Decir a boca llena “Je suis Charlie” no garantiza que alguien proclame su amor por
la libertad. Es una frase seriamente afectada por la polisemia. Así que yo no
soy Charlie; simplemente me he reído mucho con esa revista, sin compartir al
cien por cien su orientación; como solía disfrutar de “Le canard enchainé” y
qué te voy a decir de “La Codorniz”.
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